Banal

Dentro de la musculosa gris se le agitaban las tetas. Unía con fuerza las partes de la coctelera y mezclaba. Mariela era su nombre y no usaba corpiño. Ahora tenía el pelo corto, teñido de azul; pero cuando la conocí, detrás de esa misma barra, usaba el pelo largo y era castaño oscuro. Siempre se delineó los ojos que eran grandes, verdes y se estiraba las pestañas con Rimmel. Miraba el bar con entusiasmo cuando empezó a trabajar. A la semana, se había recortado el pelo y se lo había teñido de rubio. En ese tiempo en el que todavía usaba corpiño – uno negro, calado -, el uniforme del bar era una camiseta traslúcida que le dejaba los hombros al descubierto. Como un acto reflejo, cada vez que terminaba de servir un trago, se la acomodaba. Tenía – y sigue teniendo – un cuerpo frágil, de piel blanca adherida a los huesos delgados. Solo esas tetas, que asoman cuando se agacha a buscar hielo, compensan su flacura.
Marie pensaba que el amor no era un fenómeno frecuente, pero que a todas las personas se le presentaba al menos una vez. Eso le decía a Ramiro, el hijo del presidente del club, que le sonreía desde el otro lado de la barra. Era medio-scrum del SIC, y a la noche, después de los partidos, concurría al bar con sus compañeros de equipo. Usaba camisas de manga corta, pantalones de gabardina y zapatos leñadores que escogía en el segmento cromático que va del verde al marrón. El pelo castaño, duro de gel, eran virutas de aserrín petrificadas. Una noche, ella le sugirió que se lo dejara largo y él se rió; le dijo que el pelo le crecía para arriba, que iba a parecer un globetrotter. Ella respondió que no le importaba y con el tiempo, la longitud del cabello se transformó en una justa. Todos los fines de semana, apenas se encontraban, ella lo estudiaba, y una vez, en broma, le reprochó habérselo cortado. Él lo negó, limpió de gel uno de los rulos y lo estiró para mostrarle. Ella desconfiaba. Ramiro llamó testigos, dos pilares, borrachos, que no testificaron, pero que le aconsejaron a la chica que aceptara al capitán del equipo. Destacaban su pecho musculoso, sus piernas atléticas, las facciones duras pero elegantes de la cara y su hoyuelo en el mentón. Ella, mientras veía a los gordos buscarle la boca a Ramiro, se reía como loca. “¡Pico, pico!” alentaba un gordo al otro, que lo arrinconaba contra el mostrador para encajarle un beso. Cuando lo liberaron, Ramiro se excusó de sus amigos y le preguntó a Marie qué le daba ella a cambio de que él se dejara crecer el pelo. Ella dudó, hizo un espasmo de timidez y se esfumó con la excusa de su trabajo.
El fin de semana posterior, Marie llevaba una musculosa negra debajo del uniforme y el pelo escondido en un rodete. Le sonrió a Ramiro cuando lo vio llegar, pero lo saludó con desinterés. Él le pidió un vodka con naranja y ella lo sirvió menos generoso que de costumbre. Sin embargo, Ramiro le sonrió. A pocos metros de la barra, sus compañeros encaraban a un grupo de mujeres. El medio-scum apoyó los codos sobre el mostrador y se llevó el trago a la boca. Tenía los labios carnosos, rosados, movía el sorbete hacia un costado y lo reacomodaba con la lengua. Tuvo paciencia hasta el segundo sorbo para unirse a sus compañeros. Marie, detrás de la chopera, sintió remordimiento y culpa al verlo, media hora después, dejar el bar con una de las chicas. Por el resto de la noche, metió su orgullo en la coctelera, y pensando en esa estúpida, que se reía a carcajadas para mostrarle las tetas a Ramiro, trabajó como una mula hasta las diez de la mañana. Una semana después, no llevaba la musculosa negra bajo el uniforme y una vincha le quitaba el pelo de la cara. Le preguntó a Ramiro, cómo si no lo hubiera visto, por qué se había ido tan temprano la noche anterior. Él se puso colorado, quiso explicarle, pero tuvo que fruncir la nariz para contener la risa. Marie eligió un ticket de una mano cualquiera y sacudió la botella de vodka para servir un Destornillador. Le gritó, para que oyeran todos, que de esa manera se llamaba al “vodka con naranja” y Ramiro se tapó la cara y se tentó de risa. Poco después, acordaron que si él se dejaba crecer el pelo ella le daba su teléfono, y antes del final de la noche se besaron.
Nunca vi a Marie tan feliz como en esos meses posteriores al beso. Bailaba mientras servía los tragos, experimentaba con el maquillaje y no se acomodaba la remera cuando se le caía. Tenía los hombros bronceados y fibrosos del gimnasio. Mientras Ramiro la miraba, servía unos tragos exquisitos. Una vez, a pedido de él y custodiada por el ejército de rugbiers, se animó a hacer malabares con una botella que terminó estallando contra el piso. Uno de los del equipo pagó por esa y por otras dos botellas, todos aplaudieron y Ramiro la animó con un beso. Durante ese período, Ramiro auxiliaba a sus compañeros en la conquista sexual, pero iba seguido a la barra y la besaba solamente a Marie. Ella le había mencionado que, enjaulada como estaba, no podía alejarlo de otras mujeres, a lo que él le respondía con demostraciones públicas de amor. Cuando estaban separados, Marie batía con placer la coctelera mientras él bailaba de espaldas a la barra con la camisa pegada al cuerpo. Los tragos salían espumantes y el fragor de los dueños de tickets hacía recordar al de los agentes de bolsa. Finalizada la noche, Ramiro la esperaba en el descapotable rojo y desaparecían juntos entre el humo y el chillido de las cubiertas. Fue un periodo de goce, pero una noche Ramiro no asistió al bar. Apareció a la semana siguiente con la excusa de un golpe en la rodilla y un moretón verde como prueba. Ella, severa, replicó que, ¡oh, casualidad!, tampoco sus compañeros habían estado. La cara de Ramiro se endureció como una esfinge, y le preguntó qué derecho tenía ella para cuestionarlo. Marie se asustó. Entendió que lo estaba invadiendo, le pidió perdón y él aceptó las disculpas. Sin embargo, sus ausencias se hicieron recurrentes. Ella había optado por no hacerle reproches, pero todo el interés de su cuerpo parecía ocupado en contener la lengua. Tenía saltada la pintura de las uñas, las raíces del pelo crecidas y por primera vez la vi con ojeras. Ramiro, por su parte, la besaba sin ganas y con los ojos abiertos. Una sola vez discutieron, la última que Ramiro fue al bar. Ella lo acusó de alejarse y él se defendió con la excusa de su libertad. Muchos tickets asediaban a Marie, y Ramiro le aconsejaba atenderlos. No quería discutir más, y ella le decía que no estaban discutiendo mientras, a fuerza de mala cara, contenía los reclamos de la gente. Le decía a Ramiro que no quería perderlo, pero él se iba. La saludó con un beso en la mejilla y dejó el bar antes de la una. Marie lloró toda esa noche. Las lágrimas negras pegadas en la cara, la hacían ver como un ángel en el panteón del erotismo gótico, pero tuvo que contenerse para volver a trabajar.
Semanas después, uno de los del equipo apareció en el bar. Ella lo saludó, y mientras le servía un gin tonic le preguntó por Ramiro. Él le contestó que se había puesto de novio y Marie, a fuerza de histeria, averiguó que con una rubia flemática, hija del dueño de un astillero, egresada del Saint Andrew’s y estudiante de derecho en la UCA. Le dejó saludos de su parte, pero con las manos entrelazadas en la panza hizo fuerza para no gritar. Cuando terminó la noche, se fue del bar con el compañero de Ramiro y en las semanas siguientes con otros hombres que desfilaron por su vida. Se cortó el pelo a lo varón, se lo tiñó de azul y se puso una muñequera con tachas. Su mirada, subrayada por el delineado en punta, comenzó a moverse entre la ausencia y la excitación. A los hombres los trató con desprecio amparada en la extorsión que significan sus tetas. El nuevo uniforme del bar, la musculosa gris, va pegada al cuerpo y le permite no llevar corpiño.

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