Detrás de la puerta



El sauce era menos tupido a medida que se acababa la copa, la tarde de resolana se filtraba entre los resquicios de las ramas y al final, como el contorno de una nube en la tormenta, apareció la puerta. Era de madera rojiza, antigua, y estaba empotrada en una pared de piedra. Nada extraordinario para una puerta, excepto que parecía no llevar a ningún lado. Miré hacia la calle, vacía; miré el picaporte, oxidado. Apoyé la mano sobre él y sin necesidad de girarlo, sirvió para que cediera la puerta. El picaporte era una carcasa de bronce vacía de toda cerradura. Cayeron al suelo dos clavos partidos y la puerta se entreabrió.  Miré de vuelta hacia la calle, muy lejos caminaba una mujer que empujaba un cochecito. Con el peso de mi cuerpo bastó para quebrar el óxido de las bisagras, y con la estupefacción de tragar un mate cuando la garganta espera una cerveza, descubrí que del otro lado de la puerta estaba oscuro. Pensé que podía tratase de un galpón, de un cuartito, de un depósito, algo que no se imaginara desde afuera. Atiné a cerrar y alejarme antes que me vieran, pero me detuvo el aroma de las madrugadas en la panadería, cuando a la vuelta de algún boliche íbamos a comprar facturas recién horneadas. Las bisagras de la puerta chirriaron como un armario viejo y volvieron a hacerlo cuando cerré para que no me vieran desde afuera. En la oscuridad caminé hacia el frente, hacia los costados y no encontré otra pared que no fuese la de la puerta. Sobre mi cabeza la oscuridad velaba la presencia de un techo, lo único que se distinguía era el brillo exterior que se filtraba a través de las hendijas de la puerta y el aroma dulce de panadería. Apunté la vista hacia la nada, esperé a que se me aclimataran las pupilas y adelante, a una distancia que no podía precisar, descubrí el brillo seco de una penumbra. Avancé dos pasos en esa dirección pero a mitad del tercero me topé de cara contra una pared. No podía entenderlo, estaba seguro de que había dado más de dos pasos en esa misma dirección, sin embargo ahora había una pared. La rugosidad del material, la temperatura y algunos oasis de pasto seco, me permitieron descubrir que era de barro. La penumbra se había ido, y las hendijas de la puerta parecían muy lejanas. Caminé despacio, sin perder de tacto la pared que me llevó a un codo de pasillo donde se reflejaba la penumbra que estaba persiguiendo. Era el brillo intermitente y anaranjado del fuego. Se me hizo agua la boca con el aroma del pasillo, más tangible de este lado que del otro de la pared. Caminé rápido, hacia la luz del fondo y cuando estuve cerca escuché los golpes de un palo de amasar. Me asomé a la entrada y vi una mujer vieja, de aspecto germánico, que estiraba masa detrás de una mesada de madera. Tenía un pañuelo gris en la cabeza y un delantal blanco de puntillas sobre la ropa de lana oscura. Cuatro velas iluminaban el espacio que utilizaba para trabajar, la mujer tendía la masa y arremetía con el palo. Cada dos o tres pasadas, espolvoreaba con harina.
-  ¿Me piensas ayudar o te quedarás ahí sin hacer nada, chico? – dijo con acento caribeño.
 - ¿Yo? – pregunté, con los índices apuntándome al pecho.
- ¡Si, tú! Ven que necesito que me corten las manzanas.
No me sorprendió tanto que la señora de cachetes colorados hablase como Fidel Castro, sino que me hablara como si me conociera. Desde mi posición en el umbral del pasillo, le pregunté con diplomacia dónde me encontraba.
- ¡En mi cocina! – respondió ella, y me extendió una cuchillo para que trabaje.
Tenía el mango de hueso y la forma de una cimitarra. Por el olfato, descubrí que efectivamente el aroma era de tarta de manzanas. No parecía haber otra persona más que ella en esa habitación, y yo estaría armado con el cuchillo. Aunque mi confianza no era absoluta, tomé la herramienta y me dispuse a ayudarla. La mesada estaba sostenida por un mueble de barro y tenía un solo cajón que estaba abierto. Batidores, bandejas, cuchillos, cucharas, tablas, pilotines, mangas todo cabía en ese cajón. La mujer continuó con su tarea, y yo levanté el repasador que cubría el canasto con las manzanas.
- Puedes comerte una si quieres – me alentó la mujer, y yo la miré de costado.
- ¡Son azules! – le dije con desprecio. Las manzanas tenían el color del plástico de las biromes.
- ¡Si, son manzanas! – argumentó la señora, y con una seña le pedí que se callara. La cáscara tenía algunas vetas celestes sobre el azul sólido, pero el aspecto coyuntural era el de las manzanas. La mordisqueé con las paletas frontales y la textura era del tipo arenosa: - Son manzanas – asentí con confianza.
 - ¡Entonces córtalas! – me ordenó la panadera, y volvió a tirar harina sobre la mesada.
Al principio me fue incómoda la forma del cuchillo, demasiado ondulada, pero el filo era preciso y cortaba sin esfuerzo. Por dentro las manzanas eran blancas, pero al contacto con el aire se oxidaban de celeste.
- ¡Apúrate, chico, que ya tengo que empezar con el relleno! – me instó la señora, y le imprimí velocidad a mi trabajo.
El cuchillo traspasaba de un lado al otro sin que la manzana le opusiera resistencia. Corté cuatro y la mujer me dijo que parara. Fue hasta el horno y sacó de adentro una tarta de color celeste compota - ¡Llévasela al músico! – me dijo, y yo me la quedé mirando.
- ¡Al músico! – repitió, y señaló son el brazo un pasillo a la derecha que yo no había visto antes. 
Sobre la mesada había una manopla de tela. ¿Me la puedo llevar? – le pregunté. - ¡Si, pero si me la devuelves! – contestó la señora.
Armado con la manopla y la dulzura de la tarta en la nariz, caminé por el pasillo ciego. No sabía cómo encontrar al músico, pero me parecía lo de menos. Había traspuesto el umbral de una puerta sin sentido y llevaba en las manos un pastel de manzanas azules. Al final del pasillo, la luz de una vela casi consumida iluminaba a un nene que, arrodillado en el piso, custodiaba una planta en una maceta de barro.
- Hola – lo saludé, y el nene giró la cara para mirarme. Era rubio, casi albino, y tenía los ojos celestes como un agua marina.
- Hola – me respondió, y por el acento caribeño, imaginé que sería el nieto de la pandera.
- ¿A qué estás jugando? – le pregunté.
- ¿Qué quiere decir jugando? – me respondió el nene.
- Jugar…es un verbo…que refiere a una actividad imaginaria que se hace sin otro motivo más que…divertirse – fue mi respuesta, poco exacta y académica.
- ¿Esto? – me preguntó el nene, señalando la maceta.
- Si, eso – le contesté yo, y me senté a su lado para apoyar el pastel que me quemaba a pesar de la manopla.
- Jugar… - susurró el nene, y buscó con curiosidad entre las hojas de la planta – Todavía no está – me dijo.
Yo me acerqué a la maceta y vi que de la tierra oscura crecía un árbol muy pequeño, como el bonsái de un ombú, del que pendían como frutos las letras del abecedario. - ¿Qué es eso? – le pregunté.
- La fuente de semillas del Árbol de las Palabras – me dijo - Hay que regarla una vez al día para que las letras crezcan fuertes y después, cuando las plante en la tierra del Árbol, las palabras nuevas signifiquen mucho. Seguro que de esta planta va a crecer “jugar”. ¿Es lindo?
- Si, es lindo… ¿pero nadie juega acá? Vos deberías estar jugando en vez de trabajar. ¿No hay ningún adulto que pueda regar esta planta?
El chico volvió a buscar entre las letras. ¿Trabajar? – me preguntó – Tampoco la tenemos. ¿Es distinto de jugar?
- ¡Si! ¡Es lo que hacen los adultos para que los chicos puedan jugar! – le respondí.
- ¡Pero los adultos no pueden regar esta planta! Siempre crecerían las mismas palabras – dijo el nene -. Me miraba con la ingenuidad del que que copia todo lo que ve y repite todo lo que escucha. Con la regadera de hojalata echó agua cerca de las raíces. – Seguro que también crece “trabajar” de esta – dijo con entusiasmo, y yo me levanté para seguir camino.
- Busco al músico – le dije.
- ¿Ya te vas? – me preguntó el nene.
- Si, tengo que llevarle este pastel. ¿Cómo hago para encontrarlo?
- Derecho por ese pasillo – me contestó – ¿Pero no quieres quedarte un rato?
- Lo mejor es que me vaya, creéme – le dije, y mientras caminaba por el pasillo lo vi revolver entre las hojas de la planta. Tampoco “creer” existiría en ese lugar, y pensé que si me quedaba un rato el próximo fruto sería el de la “mentira”.
El pasillo me llevó a una puerta de chapa. Con la mano que tenía libre golpeé dos veces, y el sonido fue de notas de saxofón.
- Adelante – me gritó el músico desde adentro, y cuando abrí la puerta el chirrido de las bisagras sonaron como un bandoneón.
El músico era un hombre anciano, tan rubio como la panadera o el niño, pero canoso.
- ¡Al fin, Chico! Me estaba muriendo por un pedazo de pastel.
- Disculpe, me entretuve con el chico de la planta de palabras, pero todavía está caliente – dije, y apoyé el pastel sobre una mesa llena de flores.
 - Así que usted es el músico – le dije y me senté sobre un banquito que sonó como un tambor.
El hombre ya cortaba el pastel. Lo hacía con un cuchillo parecido a un bisturí, y con cada tajo sonaba un coro de violines. Se estiró para alcanzarme una porción y con la suya volvió a sentare. - ¡Exquisita! – dijo cuando la probó.
- ¿Es su esposa la que la hace? – le pregunté por el pastel y por la panadera.
- ¿Cómo dices? – me respondió el músico.
- Nada, haga de cuenta que no dije nada – me retracté, y mordí una porción del pastel de manzanas azules.
- ¿Qué mundo es este? – le pregunté al músico, que me miró como si le hubiese hablado en otro idioma. En vez de contestarme, tomó el cuchillo-bisturí y cortó otra porción de pastel pero esta vez con síncopas. Como un oboe, acompañó el sonido de los violines con la rodilla golpeando el apoyabrazos del sillón. Los dedos de los pies descalzos contra el suelo, despertaban la melodía de un piano de cola. La composición, dulce pero afectada, fue la más bonita que alguna vez escuché. Emocionado me moví sobre el asiento, y el tambor de mi banquito desarmonizó su melodía. El músico se levantó y me dijo que lo disculpara, pero que debía seguir componiendo. Me señaló la puerta de salida, y yo atiné a agarrar la manopla.
- Deja, se la llevo yo a la panadera – me dijo.
La puerta se abrió con el sonido de platillos y afuera volvió la luz. Di unos pasos y por detrás del sauce, pasó la mujer que empujaba el cochecito. La puerta, antigua y de madera rojiza, seguía ahí, solitaria, empotrada en una pared de piedra.
 

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