Suburbano

¿¡Pero qué estás diciendo!?, le dijo el Flaco a Henry, el carnicero. Estaban en la “10”, una carnicería que ocupaba dos lotes a media cuadra de la estación y que atendían seis empleados divididos en dos turnos. Henry trabajaba en el segundo, junto a Pablo y al Pejerrey, tenía el pelo negro, largo, enrulado y en el brazo derecho el tatuaje de una calavera. ¡Que Iorio es la vergüenza del heavy nacional!, repitió el Flaco con valentía. Se conocían desde la primaria y a los dos les gustaba el heavy. ¡Vos qué sabés!, le contestó Henry mientras agarraba el billete de cien con que le pagaba el Flaco. Yo toco en dos bandas, recalcó el carnicero mientras buscaba el vuelto en la caja, y el Flaco se acomodó los lentes que se le habían movido con el último sacudón involuntario. Tocarás en dos bandas, pero vendés milanesas, contestó.
El Flaco era un alfeñique que no llegaba al metro setenta, que se peinaba con raya al medio y tenía un tic nervioso. Cada tanto, ajena a su control, la boca se le abría y se le cerraba con la periodicidad de una ametralladora. Estudiaba derecho en la Universidad de Belgrano y en su colección de discos tenía un inédito de Maiden que había comprado en Londres, cuando su papá lo llevó de vacaciones. Henry se bancó el maltrato pero contó los billetes con la lentitud de a quien ganando, le toca abandonar la cancha. Aunque intentó disimular la tensión, la boca se le movió sola al Flaco. ¿Qué pasa, Boquita? ¿Estás apurado?, le preguntó el carnicero con el vuelto en la mano.
El Flaco sabía que en el barrio lo apodaban Boquita a causa del tic, pero nunca se lo decían en la cara. Dale, Carnicero, dame el vuelto que me tengo que ir, le dijo a Henry, y Pablo, el encargado del turno, dejó sobre el mostrador la ristra de chorizos que estaba descolgando e intervino con bronca. ¡¿Qué te pasa, pelotudo, con los carniceros?!, le dijo al Flaco.
Pablo era un zurdo de buena pegada que cuando murió su papá, tuvo que dejar el boxeo para mantener a su familia. Su mamá, con lágrimas en los ojos, le había pedido que se presentara en la “10”, y hacía seis años que trabajaba en la carnicería. ¿Qué problema tenés con los carniceros?, le preguntó en la cara al Flaco que se puso pálido. Es que este…este boludo me hace calentar. ¡Yo no tengo nada en contra de los carniceros!, se defendió, y el Pejerrey, que hasta ese momento escuchaba música, se sacó los auriculares. Ni contra los carniceros, ni contra los putos, ni contra los negros, ni contra los judíos. Sos tan facho como Henry, Boquita, por eso se pelean, dijo, y los acusados lo prepotearon. A ver, ¿qué música estabas escuchando?, lo interrogó Henry. “Silvio”, respondió el Pejerrey, y los dos se le cagaron de risa. ¿Qué disco? ¿”En vivo donde estaba el Muro”?, le preguntó el Flaco, y Henry, a pesar de no haber entendido el chiste, aumentó el volumen de la risa para festejarlo. El Pejerrey les respondió con un desaire, se conectó de nuevo con la música y siguió trapeando el mismo rincón del suelo. ¡Dale loco, ponete a laburar en serio!, le gritó Pablo, y el Pejerrey, que soñaba con ser poeta, soltó el lampazo. ¡Sacáte la gorra, gil!, le dijo a Pablo, que hizo como si no lo oyera. Pero el Pejerrey insistió. ¡Basta de obedecer, loco! ¡Estarías peleando por el título si no le hubieses hecho caso a tu mamá!, le dijo y fue como clavarle un puñal en la espalda. ¡Hijo de mil puta!, le gritó Pablo y se le echó encima como perro de pelea. Henry saltó para frenarlo. ¡Ayudame Boquita!, le pidió al futuro abogado, pero el Flaco se había ido apenas voló la primera piña.

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