París...!!!

Y resultó que no tuve onda con la torre Eiffel. Me pareció una antena absurda, altísima, y como además sufro de vértigo, la tarde que Ana y Seba decidieron ascenderla yo me fui a conocer el cementerio. Nos despertamos a la mañana en el Hotel de la Rue Darcet 5 (ó 2, pero que andaba por ahí), y salimos a caminar. Hacía frío. Con Seba nos habíamos comprado un par de guantes “mágicos”, y Ana, desde Praga, tenía unos de lana parecidos a los que se venden en Bolivia. Con abrigo en las manos caminamos hasta la calle principal. Montmartre está en una colina que, como a toda elevación europea, le plantaron una iglesia encima. La Catedral de Sacre Coeur, en este caso, es la que ocupa el final de la calle. Es un edificio gótico de tres cúpulas, construido completamente en piedra blanca y vitraux. Inmenso, pero no el “inmenso” de la torre Eiffel, un inmenso armónico. En el camino, antes de llegar a la iglesia, pasamos la plaza. Es una experiencia sociológicamente fascinante la Plaza de Montmartre. Una vez recorrida, puedo asegurar que los palestinos son machistas, que los orientales son ruidosos, que los oceánicos viven en bermudas y que los africanos no hacen turismo. Los cinco continentes en una misma plaza verifican que no se abolió la esclavitud, sino que el látigo se transformó en billete. Recorrimos la plaza hasta el mediodía, llegamos hasta la Iglesia y cuando nos agarró hambre, compramos unos paninis y nos sentamos a almorzar en la escalera de la “muñeca muerta”. Para bajar de la colina de Montmartre uno puede escoger la calle o cortar camino por unas escaleras que llevan directamente la avenida. Para mí, que estaba rengo, fue una decisión difícil. La noche anterior, cruzando la calle a las corridas porque nunca entendí cómo funcionaban los semáforos de París, me había lesionado la rodilla. Me la había resetido en el tren desde Venecia a Viena, y esa noche, en camino a la torre Eiffel, me dijo basta. Estaba en París con la rótula salvaje como si le hubieran crecido dientes, pero tenía ganas de ir temprano al cementerio, así que me acomodé la venda y escogí las escaleras. Esa, la de la muñeca muerta, era además un buen lugar para comer. Tenía a los costados unas explanadas grandes, que coincidían con los escalones de descanso y lindaban con los edificios. Debido a la inclinación del terreno, las ventanas de esos edicicios quedaban a nivel del suelo. Eran ventiluces metidos en la pared que no permitían ver más que el techo de las habitaciones. Uno de ellos, tenía un agujero en el vidrio como si estuviera roto de un piedrazo, y por ese agujero, asomaba la cabeza una muñeca pintada como la víctima de un accidente. En la explanada de enfrente a la de la muñeca muerta, del lado donde daba el sol, nos sentamos a comer los paninis mientras escuchábamos música callejera.
Con el estómago lleno, bajamos hacia el Moulin Rouge por el otro lado de la loma y cruzamos las seis esquinas hasta la estación Rue de Clichy. “¡Rue de Clichy!”, como la anuncian dos veces en los parlantes del subte. El “Metropolitain” es un enjambre de pasillos y molinetes con puertas plegadizas, en el cual se corre el riesgo de quedar perdido para siempre. Es dificultoso el subte de París, por lo que yo me había obstinado en tomármelo para llegar al cementerio. Había elegido el de Pére Lachaise justamente porque era el único que tenía una estación con su nombre. Acompañé a los chicos hasta la Cité, pactamos reencontrarnos a las sieta y nos separamos en la puerta de Notre Dame.
En el viaje en subte hasta la Cité había estudiado todos los carteles para combinar hasta el cementerio, pero como además de vértigo sufro de desorientación, me perdí cuando quise regresar a la estación desde la iglesia. En un momento noté que el Sena ya no estaba más de los dos lados y deduje que había salido de la isla. Me tenté con el mapa, pero lo dejé reposar en el bolsillo del pantalón. No sé manejar, me molesta viajar en colectivo y vivo en el centro, me considero un experto en materia de transporte subterráneo, por lo tanto me dediqué a perderme. Era la primera vez que estaba de ese lado del río – pensaba -, hasta que encontré la fuente iluminada de azul frente a la cual había comprado cigarrillos la noche anterior. Encendí uno para conmemorar ese recuerdo, y me alejé por una calle perpendicular al Sena. Dos cuadras más allá, confirmé que estaba inobjetablemente perdido. Recordé que en Montevideo, en el ’95, me había pasado algo similar y lo mucho que lo había disfrutado. Una sensación de libertad absoluta, magnificada en este caso por el desconocimiento del idioma. Recuerdo el patio trasero de la Sorbona, varios cafés con las mesitas mirando hacia la calle y una avenida ancha de tránsito y vidrieras. Avenue Montparnasse. Me entretuve muchas cuadras con la avenida como referencia, entrando y saliendo de ella. Sentía el movimiento de la ciudad, el repiqueteo de los tacos de las parisinas, el tránsito prolijo de las calles y de pronto el sonido agudo de una voz argentina. Era una mujer que salía de una tienda de ropa barata. que tendría unos cuarenta años, el pelo amarillo de tintura casera y una musculosa roja de algodón. Deduje que hacía tiempo que vivía en Paris, porque chusmeaba por teléfono sobre cuestiones locales, y aunque los hacía en español, tenía acento afrancesado. Era como la embajada ambulante de Caseros – pensé - , y la seguí una cuadra hasta que su velocidad me hizo doler la pierna. La venda que me anestesiaba la rodilla me cortaba la circulación, así que cada tanto tenía que sentarme. Viendo como se perdía la argentina de jogging por la Avenue Montparnasse, saqué el mapa del bolsillo y ubiqué la estación de subte más cercana. Era a la vuelta, una de cartel rosa, el mismo que el de la Cité.

La arquitectura de los cementerios refleja el grado de frivolidad con que nos defendemos de la muerte. Después de dos cominaciones, el subte me sacó a una calle de poco transito, en la que de un lado había edificios y del otro el paredón de Pére Lachaise. Estaba nublado, y la calle, a excepción de unos pocos autos estacionados, estaba desierta. En un kiosco de revistas que atendía un hombre de boina, compré el mapa del cementerio. No sabía con cuales me iba a encontrar, pero sabía que algunos muertos célebres me servirían como guía. Ingresé por la parte de atrás, por una puerta chiquita perdida en el paredón de ladrillos a la vista. Subí por una escalera de cemento mohoso y llegué a un sendero de asfalto que circunvalaba una parcela de tumbas. No se veía mucho del cementerio porque el terreno era elevado y las lápidas de mayor altura obstaculizaban la visión. Me sorprendió, sin buscarlo, encontrar a Eugene Delacroix. La tumba del hombre que pintó a la tetona de la Revolución Francesa, se distinguía de las anónimas por una llamada en el mapa. “Punto de humildad para París”, pensé. En general, el arte de las tumbas de ese cementerio es más solemne que fastuoso. La primera que visité, por cercanía y madurez cronológica, fue la de Jim Morrison. Tuve que subir por una circunvalación, dar vueltas entre algunas lápidas y caminar por un pasaje sinuoso. No me produjo la emoción que hubiera imaginado a los dieciocho. Era una tumba de cemento blanco, sin otro ornamento que el nombre del difunto, unas flores de plástico y la tapa de un disco de los Doors. Además, el acceso es difícil porque está en el pulmón de la parcela y obligaba a pisar sobre las tumbas. No es un temor supersticioso, y aunque me apena decirlo, tampoco es por respeto a los muertos, pero siento un cosquilleo bajo los pies cuando me paro sobre la tierra de una tumba.
Me alejé de la de Morrison por un camino amplio, en busca de un asiento donde descansar la pierna. A lo lejos se veía una hilera verde de árboles frondosos, y el mapa, para ese lado, mostraba una avenida principal. Pére Lachaise tiene un plano parecido al de Ciudad Evita, pero hasta que entendí eso, pasé cuatro veces por la tumba de Jim Morrison buscando la Avenida Central. Me estaba doliendo mucho la rodilla, y todas las calles eran cuesta arriba. En un momento, a través de la copa traslúcida de un árbol, asomó una construcción de aleros que llegaban al piso. Debí imaginar que la presencia de calles empinadas presagiaba la existencia de una iglesia. La capilla del cementerio es una construcción moderna pero no contemporánea. No parece un edificio religioso, es más bien sustentable que estilizado y de ladrillos a la vista recubiertos por una lámina de verdín. En los jardines de la capilla hay unos bancos desde los cuales se domina todo el cementerio. Llegué a ellos con la pierna rígida como un tensor de hierro, pero me senté y aflojé la venda. La sangre bajó de golpe y el tobillo respondió como si le hubiesen clavado un centenar de espinas. Ese dolor que solo se tolera porque dura poco, se fue apagando lentamente y una vez que se hizo soportable, saqué de la campera el paquete de cigarrillos y encendí uno. El cielo, bajo y gris, era presagio de tormenta. La palidez solar que atravesaba la capa de nubes resaltaba los grabados de las lápidas. Era una larga fila de monumentos fúnebres que se perdía en la cuesta, bajo unos árboles de madera oscura que, a diferencia de los que adornaban la capilla, estaban secos y deshojados. Entre sus ramas tétricas volaba una bandada de cuervos. Me impresionó que un paisaje como ese existieran fuera de los libros, sin embargo esa sección del cementerio era sobrecogedoramente lúgubre.
Dos cigarrillos fue el costo para abstraerme del paisaje y llevar la vista hasta el reloj. Eran más de las cinco. Miré el mapa y me di cuenta que tenía que tomar una decisión. Podía descender por los escalones de piedra, altos y desiguales, pero no escalarlos. Además, la frecuencia y la velocidad de mis pasos de rengo, tambien me limitaban con el tiempo. Tenía que ser conciso para la elección de las tumbas, y tenía que formar con ellas una ruta que me llevara a la salida. Descontando la media hora de viaje hasta la Cité y los minutos de resguardo por mi tendencia a perderme, contaba con una hora para recorrer lo que quedaba del cementerio. Tuve que hacer una elección odiosa cuya lógica no voy a reproducir para no volver a reprocharme las tumbas que dejé afuera. Mi itinerario abarcó Allan Kardec, Marcel Proust, Guillaume de Apollinaire – que me quedaba de camino - y Oscar Wilde. Era la parte de manzanas cuadradas del cementerio, una zona arbolada y con jardines amplios de flores delicadas. La primera de las cuatro sepulturas, la de Allan Kardec, me atrajo por un motivo de índole morboso: visitar la tumba de un hombre que dedicó su vida a refutar la muerte. Era un mausoleo de piedra con cuatro columnas que sotenían un alero, como si fuera un cofre sin vidrios. Dentro de ella, entre flores blancas, rojas y amarillas, se levanta un busto sereno, apoyado en el mentón, con el gesto confiado de quien sabe que no está encerrado para siempre. A Apollinaire lo vi de lejos, estaba en medio de una parcela mucho mayor que la de Morrison, por lo que tenía que sortear demasiados sepulcros para acceder a ella. Todo ese sector del cementerio era apacible, con árboles robustos y un aire de quietud. La tumba de Marcel Proust convocó mi atención varios minutos. Era una caja de mármol negro muy brillante, apenas elevada por encima del nivel de suelo. En letras doradas, sin exceso de preciosismo, se leía el nombre del escritor. Era un sepulcro sobrio, elegante, adecuado. En el suelo había una buena cantidad de boletos de subte no supe por qué, pero en el recuerdo de Swann dediqué un cigarrillo al autor y arrojé un boleto de subte que se elevó con el viento y descendió a la tierra. Después, con relativa ansiedad, caminé hacia el aposento de Oscar Wilde. Esa parte del cementerio, pegada al paredón, difiere del resto por sus espacios verdes, libres de tumbas y sus monumentos que recuerdan decesos masivos, generalmente de soldados. Esa calle es amplia en comparación con las internas, y entre los árboles y los pequeños arbustos florales, está la sepultura del dramaturgo irlandés. A diferencia de muchas, esa tumba se destaca por una construcción elevada que representa a un hombre con alas de perfil caucásico. Un monumento absurdo al que los admiradores embellecieron con leyendas de amor y marcas de rouge. Un homenaje del romanticismo subversivo para un hombre encadenado por el grillete de la moral. “Aquí yace el hombre más grande que alguna vez vivió”, se lee en ingles escrito con fibra. Palmeé la piedra como si fuera la espalda de un amigo, y apenas pasadas las seis me estaba tomando el subte. La combinación me fue beneficiosa y antes de las siete estaba en Notre Dame. Encontré las puertas abiertas de la catedral y un nutrido contingente que salía por ellas. Acababa de finalizar la misa, pensé, y pude comprobarlo porque a contramano de la gente, ingresé a conocer el edificio. Me sorprendió la altura de los techos y las pinturas, y me conmovió escuchar el piano. Las tubas provocan un sonido terrible, puro, que se hace eco en las paredes de la bóveda y repercute en el cuerpo tanto o más que en los oídos. Cuando salí de la iglesia todavía no eran las siete, y para matar el tiempo fui a tomar una cerveza. Como hacía frío ocupé una mesa dentro del bar, pegada a la ventana. Me sentía cansado y la rodilla me latía. Algunas gotas de lluvia empezaron a estrellarse contra el vidrio y el mozo trajo un balón grande de medio litro con un plato de maníes.

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