Burania y los bárbaros

Burania es un planeta perteneciente a un sistema solar que está en el centro de la Vía Láctea, y es también, en términos galácticos de clase, Primer Mundo de la misma. Su especie inteligente consta de cinco sexos aunque solo tres con capacidad de procreación. Nacen muchos buranos, pero como viven poco en comparación con otra gente y otros planetas, Burania no está superpoblada. El territorio es amplio y en su mayor parte habitable. Los buranos tienen la nariz grande, por encima de la media universal, y andan con sus autos de estrella en estrella como lo haría el Principito. Las montañas de su tierra son altas y ricas en hierro, pero como los buranos entienden que el hierro es la parte impura de la piedra, lo separan de ella y lo desechan. Muchos pueblos, de los suburbios de la galaxia, ya se quejaron de esa costumbre Burana. Ocurre que ellos, los buranos, son un pueblo muy sofisticado, y como no quieren basura en su planeta la tiran en los de alrededor. En consecuencia, como nadie quiere vivir cerca de un basural, cada vez que llega un camión de basura burano a algún planeta vecino, hay manifestaciones y algunas veces no se les permite descargar. Las autoridades buranas empezaron a preocuparse entonces, porque había mucha basura acumulada y eso intranquilizaba al pueblo. Así que decidieron invertir en una flota de camiones hiperestelares de basura, capaces de llegar a los lugares más oscuros de la galaxia, para descargarla donde están los planetas en los que no vive gente.

Horacio era un burano de clase media, joven y buen mozo a pesar de que no tenía pelos en el cuello. En cualquiera de los cinco sexos era un rasgo de virilidad el pelo en el cuello, y ellos se lo adornaban con piecitas de madera agarradas a los mechones más largos. Horacio tenía poco pelo en el cuello, pero era alto y pertenecía a uno de los dos sexos que no podía procrear. Era una suerte nacer así - pensaban los de los otros tres sexos -, porque gozaban de una irresponsabilidad natural. No tenían que preocuparse por mantener ni por criar chicos, ni por el parto ni por el embarazo. Pero a su vez, los del sexo de Horacio (y los del otro que no concebía), se quejaban de que a ellos les tocaba hacer las tareas más baratas y desagradables. Como no necesitaban ahorrar – decían los políticos que, en general, pertenecían a los sexos procreativos – tampoco necesitaban cobrar mucha plata, entonces los mandaban a hacer los trabajos que ellos no querían realizar y a cambio les daban una cantidad de dinero que a ellos, los procreativos, les sobraba.
Horacio y Munia, otro burano del mismo sexo que él, fueron los primeros en conducir un camión hiperestelar de basura. Salieron en la televisión el día que se presentó el proyecto. Estaban arriba del camión vestidos con la camisa verde de mangas cortas con el logo de la Compañía, e hicieron sonar la bocina dos veces antes de empezar el viaje. Munia llevaba la camisa desabrochada porque tenía muchos pelos en el cuello y un montón de adornitos de madera, y le gustaba mostrarlos. A los que eran dueños del camión no les gustó nada que Munia mostrase los pelos por la tele, pero como iba a tardar seis meses en volver no le dijeron nada. Salieron y hubo fuegos artificiales y gritos y aplausos; el camión se elevó por el aire y aceleró en dirección a un sol bien lejano.
Munia y Horacio trabajaban juntos desde hacía mucho tiempo, y aparte de compañeros de trabajo eran amigos de la vida. Durante el viaje, Munia le contó que estaba viéndose con un empleado de mantenimiento que era del otro sexo no procreativo, el preferido para cualquiera de los otros cuatro. Era dicho popular en Burania que no se podía tener un amigo de ese sexo, porque eran muy lindos y siempre estaban bien dispuestos para la cama. También se decía que no eran muy inteligentes, pero eso no era verdad. Se aburrían con las cosas que requieren mucho tiempo para resolverse, pero con las cosas rápidas de la vida se divertían como ninguno, y eso, opinaban, era una cuestión de inteligencia. Él que estaba saliendo con Munia era un burano jovencito, con los pelos del cuello todavía rubios. Horacio le decía a su amigo que era un pervertido, pero él le contestaba que a pesar de la pelusita, el que llevaba las riendas era él. Los de ese sexo eran así, tenían un talento natural para la cama que los científicos buranos no podían explicar. Decían que era el metabolismo de una glándula que tenían en la parte distal del estómago, y que para el resto de los buranos era un apéndice que tenían que extirpar cuando se infectaba. Los de ese sexo se enfermaban poco del apéndice, y los médicos suponían que eso estaba relacionado con su naturaleza deliciosamente sexual. No lo decían con esas palabras porque los científicos buranos eran personas respetables, pero analizaban el apéndice en el microscopio nuclear y buscaban a los individuos más lindos para extraérselo. Después, muchos se acostaban con los sujetos examinados para verificar que ocurría con su conducta una vez que no tenían ese apéndice, pero los resultados de esa contraprueba nunca se publicaban en las revistas de divulgación científica.
Munia estaba entusiasmado con su nuevo amor y hablaba todo el tiempo de él, pero Horacio, que tenía la mala suerte de estar enamorado de alguien que podía procrear, prefería no escucharlo. Las relaciones cruzadas (entre procreativos y no procreativos) estaban bien vistas si se trataban de algo casual, pero un proyecto de vida era insultante para el procreativo. Así que Horacio a veces se ponía triste y cuando Munia le preguntaba qué le pasaba, él decía que nada y seguía manejando el camión.
Como el viaje iba a ser largo tenían víveres a montones y el día anterior a la partida, de contrabando, habían metido drogas en la guantera. Durante el viaje las debían usar de a uno, porque drogarse y manejar estaba prohibido por la Compañía Basurera; pero como estaban muy lejos de Burania y cuando uno estaba drogado el otro se aburría (y viceversa), empezaron a hacerlo juntos mientras el camión cubría los espacios vacíos de la ruta. Se divirtieron mucho durante el viaje, pero en un momento se dieron cuenta de que estaban desviados unos cuantos años luz de su camino. Estaban perdidos en un lugar oscuro y frío que no figuraba en ninguno de los mapas.
- Me parece que allá hay una luz – le dijo Munia a Horacio, señalando un foco pequeño y distante.
Hacia allí movió el camión Horacio. Se metieron con cuidado, era un sistema parecido al de Burania pero que a la vez no se le parecía en nada. Las rocas volaban por el aire y cada tanto, se estrellaban contra la superficie de alguno de los planetas. Era un sistema desértico, y a Munia se le ocurrió que habían descubierto algo que los haría famosos. Horacio decía que no, que el lugar era ideal para descargar basura y que las autoridades de Burania sabrían apreciar la solución; pero, por otro lado, ellos no podían explicar por qué se habían desviado de la ruta. Mientras discutían, pasaron un planeta azul pálido, uno anaranjado con anillos, otro grande y turbulento, otro rojo y desértico,y después, a lo lejos, otro planeta también azul alrededor del cual giraba un planetoide que parecía una pelota de golf. Sorprendidos, Horacio y Munia percibieron en el aire un olor a basura más penetrante en ese planeta, que aquel que transportaban en su camión.
- ¿¡Quién nos ganó de mano?! – se enojó Munia.
- ¡La mugre que debe haber ahí…! – comentó Horacio en un susurro.
Era de noche. Como suelen hacerlo los camiones buranos, escogieron una montaña para aterrizar. Aunque el lugar era limpio, lleno de plantas y con un rio, el olor que flotaba en la atmósfera era insoportable para la sensibilidad de una nariz burana. Para ver mejor el camino, Horacio prendió las luces del camión.
- ¿Dónde estamos? – preguntó Munia, asustado.
Horacio elevó con cuidado la nariz del vehículo, y evitando golpear las rocas con la cola, se abrió paso en un matorral denso y espinoso. De pronto, justo delante de ellos, vieron lo único que nunca hubiesen esperado encontrar allí. Con los ojos llenos de espanto los miraba un indígena montado a un animal de cuatro patas, de aspecto más salvaje que él, junto a otro que arrastraba un aparato que, en apariencia, sería un método antiquísimo para envasar y conservar imágenes. Horacio y Munia se quedaron perplejos, y peor, cuando al grito de “¡Seguime, Chango, seguime!”, el primero de los aborígenes espoleó la bestia para emprender contra ellos. - ¡Rajemos! – gritó Munia con honrada cobardía, y como una estrella fugaz, el camión se perdió en el cielo para siempre.

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