Confesiones de una flor

Es horrible sentir lo bien que la pasan los perros, los gatos, las palomas y yo acá, esperando que llegue una de esas abejas culonas para polinizarme. Ser flor de plaza es un castigo. Como ustedes sabrán las flores no caminamos (y aparte somos miopes, pero eso no se lo cuenten a las abejas), por lo tanto el limite territorial de nuestra existencia es limitado. Si, por ejemplo, los perros deciden copular a más de un metro de distancia nosotras los perdemos de vista, pero en contrapartida, y no sé si ellos lo sepan, nuestro sentido mejor desarrollado es el emocional. No distinguimos ni el color de los perros, pero cuando baten la tierra a un ritmo regular, frenético y sostenido nosotras sabemos lo que están haciendo aunque estén del otro lado de la plaza. Por la tierra se propaga una electricidad que, desde la raíz, nos asciende como un cosquilleo por el tallo y explota en forma de colores sobre la bóveda de nuestra imaginación. Similar a lo que les pasa a ustedes cuando escuchan música, me contaron; así es nuestro sentido “sentimental”, como nos gusta llamarlo. Los tonos del cosquilleo al que hacía referencia de los perros son tan rojos, tan amarillos, tan azules, tan…primarios que parecen imposibles. Es una experiencia que cualquier flor, sin importar la especie, preferiría transmitir a la tierra que recibir de ella. Pero claro, dependemos de las abejas.
Cuando llega la primavera pongo los pétalos bien brillantes, produzco el aroma más sensual y ajusto la altura del tallo para que la sombra de los pétalos superiores resalte el amarillo de los inferiores. Entonces la veo venir a ella, sacudiendo las alas y moviendo el culo de flor en flor; pero la espero, me pongo más linda que nunca y la espero. Todo eso hago para que ella después llegue, apoye las patitas, me polinice y se vaya con otra flor sin siquiera revolotearme entre los pétalos. Se van los perros y vienen los gatos, al rato llegan las palomas… ¡hasta las cucarachas se divierten!, en cambio nosotras tenemos que soportar que ellas vayan directamente al grano y nos dejen con los colores en la gatera. ¡No es justo!
Es triste la vida de una flor de plaza. No podemos refugiarnos si tenemos frío, aunque eso, me contaron, es común a todas las flores de exterior; pero nosotras, las de plaza, vivimos con la espada de Damocles sobre los pétalos. Como somos incapaces de movernos, no podemos esquivar una pelota. Imagínense por un segundo que una inmensa bola de boliche se acerca a una velocidad infernal y ustedes son los bolos diminutos. Eso mismo, a las flores de plaza nos pasa regularmente cada diez minutos; y peor, cuando viene a jugar ese pendejo que usa mocasines negros. Si pudiera hablar, le gritaría que al futbol no se juega de zapatos. Por favor, si llegasen a verlo háganselo saber, creo que es pecoso y usa lentes. Cuando sentimos en la raíz que entró a la cancha nos agarra pánico. No puede ser que cada vez que quiera dar un pase de zurda la tire al lateral. ¡Atrás de ese lateral estamos nosotras! Tal vez, si lo pondrían a jugar de cuatro que del otro lateral hay pasto, nos ahorrarían un problema. Pero de todas maneras no nos quejamos. Es desgastante lidiar con el fútbol, pero con los humanos tenemos un problema mayor. Lo de la pelota vaya y pase, lo entendemos, que de vez en cuando nos meen, también lo hacen los perros; pero cortarnos el tallo como prueba de amor es denigrante.
Me parece fantástico que se amen, ojalá yo pudiera si la abejita se dejara ¿pero es necesario que lo demuestren así? Por qué no recitan poemas o cantan serenatas o de última nos dibujan - aceptamos que lo hagan mal -, pero agonizar en un jarrón de vidrio es humillante. De un pelotazo morimos con las botas puestas, pero así, como efecto de la castración ajena, lo sentimos como una burla. Estaría mejor, pensaba el otro día, si se acercaran nada más que a sentir nuestro aroma y se besaran. A mi me pasó una vez con una parejita de adolescentes color violeta oscuro, un violeta raro, que pocas veces había podido imaginar. Estuvieron como cinco minutos a los besos dentro del aura de mi perfume. Me acuerdo y me tiemblan las hojitas… Pero de cualquier modo, esos cinco minutos los gocé tanto como los sufrí. Cuando dejaban de besarse y acercaban la nariz, yo pensaba que me iban a matar de un tironcito. No se puede vivir así. No pido una Sociedad Protectora de Flores como tienen los animales, pido simplemente que nos respeten. Hagan como esos dos violeta oscuro, que aunque parecían más enamorados que muchos "mata flores", disfrutaron de mi aroma y me dejaron vivir en paz. Tan fácil sería. No quiero que malinterpreten lo que digo, nos sentimos honradas de ser su emblema del amor, pero deshojar la margarita es una acto de sadismo. Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere. ¡Háblenlo entre ustedes, no destripen a las margaritas para averiguarlo! Es como si para saber qué le pasa a la abejita, yo los agarrase y les arrancara uno tras otro los pelos de la nariz. No se imaginan lo que duele que nos desprendan un pétalo; pero hablando de la abejita, me parece que viene para acá. Los dejo. Voy a ponerme al sol que estoy toda caída.

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