Reinaldo Donaires

Quiérase o no, para bien o para mal, es un hecho que el avance de las ciencias recluyó a Dios en lo absoluto. Se ruega devotamente por la salud, pero si una muela se declara en rebeldía no es el reclinatorio sino el sillón del odontólogo donde se busca la redención. El mundo se rindió ante la evidencia: era caries, no un castigo de Dios. Es aceptado – y aceptable – recurrir al amparo secular ofrecido por las ciencias, sin embargo, como ocurre desde que el mundo es mundo, siempre hay quien se obstina en andar a contramano. Muchos han habido y seguramente habrán, quienes se las ingenian para resistir los embates del paradigma. Eminentes teogonías de café descalifican las nuevas tecnologías al son del Zorzal criollo remasterizado en sonido digital. Pero una vez hubo alguien, Reinaldo Donaires, quien lejos de la inspirada alocución bohemia, viajaba a contramano sin clamar un ideal. Esta es su historia, al menos como la cuentan quienes juran su veracidad.
Reinaldo llegó un día en el tren de la mañana, prendió un cigarrillo en el andén y dejó la estación saltando sobre una puerta clausurada. Claro y ejemplificador el primer paso de Reinaldo: prefería embarrarse hasta las rodillas a consentir que había errado la puerta de salida. No eran pocos los que se rieron al verlo encarar las calles de tierra con zapatos de charol, pero a él nada parecía perturbarlo. Siguiendo la ruta impresa en una servilleta de papel, dejó atrás el poblado y se detuvo frente a una parcela de tierra, discreta aunque acogedora. Sin preámbulos ni sensiblerías, quitó el cartel de “loteado” y cruzó la tranquera procurando hacerlo con el pié derecho. “¿Quién era ese porteño de paso tan altivo?”, se preguntaron los vecinos del pueblo, quienes humildemente curiosos, se agolpaban a su puerta pretextando confraternidad. Tres días y tres noches les costó arrancarle un exánime “Reinaldo Donaires, a sus órdenes”, lo suficientemente inexpresivo como para desalentar cualquier intento posterior. En consecuencia – y como parecía pergeñarlo el propio Reinaldo – su presencia se cubrió de un halo de misterio. Un pueblo cansado de cuchichear los pecados de juventud de Herminia, fallecida hacía dos años y bisabuela, encontraba en ese hombre aguas claras que beber. El ostracismo de Reinaldo prometía una nueva era de embriagantes conjeturas, pero fue Don Zoilo, propietario del campo lindante al de Reinaldo, quien se encargó de desmitificarlo: “¡Es parco el hijo e puta!”, dijo un día en pleno almacén dando por tierra con las ilusiones de todo el pueblo.
Don Zoilo no mentía. Si algo había de enigmático en Reinaldo, ni él mismo lo sabía. Según se cuenta, había decidido marcharse de la gran ciudad derrotado por la desidia y el mal paso de un caballo en las arenas de Palermo. Llegó al campo con una mano atrás y otra adelante, pero a la vista de la tierra de labranza suspiró. Largos fueron sus paseos admirando la nueva propiedad. Noche y día vagaba taciturno recogiendo con la mano la tierra negra y fecunda, símbolo de su anhelada prosperidad. Una tarde, Don Zoilo regresaba del pueblo y lo vio de pié, a las puertas de su imperio, y se animó a preguntarle qué pensaba hacer con todo eso.
- Ni la más puta idea – contestó Reinaldo bajo el sol de atardecer.
Ignorante sobre los quehaceres agrarios deambulaba en busca de una prodigiosa inspiración, aunque ni aquí, ni allá en la gran ciudad, las ideas solían congraciar su frente. Una vez más, como tantas otras, Reinaldo fue socorrido por una voz amiga. Piadoso y en un alarde de paciencia, Don Zoilo procuró inculcarle los principios de la agricultura. Reinaldo escuchaba atentamente y asentía en los espacios del discurso, al fin, la misteriosa trinidad del arado, la siembra y la cosecha se hizo luz. Desde entonces se arremangó la camisa y sudando a mares, puso en práctica las enseñanzas de su vecino. Lo hacía con tosquedad, pero con empeño. Otra tarde, Don Zoilo lo vio y decidió reconfortarlo.
- Déjeme contarle un secreto, Reinaldo – le dijo -. Para que la cosecha sea gorda, asegúrese de sembrar en la víspera de una tormenta. Reinaldo lo escuchó con atención, y le agradeció con una sonrisa.
Con esmero y a pesar de las ampollas en la palma de la mano, dejó el campo en condiciones para que la primera nube le diera la señal. Había comprado una silla mecedora y sentado en ella esperaba. Una semana completa observó de día el cielo azul y de noche el manto de estrellas. La Pampa no resultaba ser tan húmeda como lo había prometido la maestra de quinto grado. Ni una gota de rocío se había dignado a caer y Reinaldo comenzaba a preocuparse. De nada le sirvieron las excusas de Don Zoilo. Justamente a él, Reinaldo Donaires, le iban a ir con el cuento de que: “...lo dije por decir...”.
- Un hombre de bien no se retracta, Zoilo. – le dijo en tono de censura.
- ¿Ni aunque se haya equivocado?
- ¡Mucho menos si se equivocó! – concluyó con el índice en alto y aires de educador. Zoilo lo miró con ojos de viejo sabio.
- ¡Estos porteños…! – dijo mientras se alejaba de la tranquera.


Oteando el horizonte desde su silla mecedora, podía ver la polvareda seca desprenderse del camino. El sol, impiadoso, le hería el alma y la piel. Prendió un cigarrillo, inhaló el humo de la angustia y exhaló el vapor de la ansiedad. Fue en ese momento que Reinaldo decidió ponerle fin a sus desdichas. Sin pensarlo dos veces – o simplemente sin pensarlo -, cargó su peso contra el respaldar de la silla y como un resorte de mimbre, la mecedora lo impulsó hacia su destino. Tomó la ruta hacia el poblado y no se detuvo sino hasta que el viejo paraíso de la plaza, lo abrazó con su abundante sombra. Como un halcón furtivo, clavó los ojos en las escaldadas paredes de la parroquia, ese era el momento y ese era el lugar, Reinaldo cruzó la calle, y con fuerza hizo sonar los batientes de la entrada a la casa de Dios. No es que fuese un hombre devoto, ni mucho menos. De la catequesis de su infancia solo había sobrevivido un fragmento del Padre Nuestro, entretejido en el pentagrama de la marcha peronista. No había caminado hasta allí con el alma contrita y dispuesto a rezar.

El Padre Remigio lustraba el cáliz, cuando escuchó el golpe en la puerta. Su cintura no era leve y si la pureza es el estigma del Señor, él renegaba de su ministerio con la sotana hecha una mugre. En un movimiento torpe se puso de pié, y con una sonrisa bonachona allanó los pocos metros que distaban de Reinaldo.
- ¡Bienvenido! – lo saludó con los brazos abiertos.
- Gracias – contestó Reinaldo.
- ¿Qué lo trae por aquí, mi amigo, a la hora de la siesta?
- Una pregunta.
El cura se puso contento porque no solían preguntarle cosas - Adelante, hijo, adelante.
Reinaldo respiró profundo, fijó la vista en la imagen de la virgen y expuso su dilema.
- ¿Quería preguntarle cuándo va a llover?
El Padre entrecerró los párpados mientras esperaba la aclaración, pero esta se demoró hasta el punto de no llegar nunca.
- En esta semana, dicen...
- Me gustaría saber la fecha – le dijo Reinaldo, llevándose la boina al pecho.
- Eso es algo que sabe nada más que Dios – sonrió el cura.
- Por eso estoy acá. Vengo a hablar con su representante – dijo Reinaldo.
El cura se quedó perplejo, pero después sonrió. En todo el pueblo era famoso por su aversión a la ciencia. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, no había párrafo que no pudiese rematar con un, “y ahora, esos hombres quienes creen saberlo todo...”. La gente solía hacerle bromas con eso.
- ¿Quién lo manda? - le preguntó con la soberbia de quien cree haber descubierto la verdad.
- ¡Estoy aquí por las mías! – le respondió Donaires, ofendido.
Remigio sabía que el hombre era porteño, y aunque el instinto le dijera que escuchaba alguien sincero, lo frenaba la desconfianza natural que se tiene por los argentinos de esa clase.
- ¿Y para qué quiere saberlo? – le siguió el juego.
Reinaldo se impacientó con la pregunta. Respiró hondo y citó la enseñanza de Don Zoilo. Al cura le pareció raro que Zoilo se prestara para una broma, pero insistió con su táctica a riesgo de enojar a la visita.
- ¿Y por qué no pregunta en el Servicio Meteorológico?
Reinaldo no se enojó como esperaba el cura. Por el contrario, pareció contentarse.
- Yo soy un hombre sincero, Padre, y a mi me compran con sinceridad. Que tres personas quepan en una o que una línea sea una sucesión infinita de puntos, a mí me da lo mismo porque no entiendo ninguna de las dos ideas; pero mientras lo científicos insisten con explicaciones que ni ellos entienden, ustedes me dicen: “es un misterio de la fe”. Por eso estoy acá – dijo como si leyera un libreto.
Remigio se puso pálido. - Hijo, Dios sabe cuando va a llover, pero usted le está preguntando a un simple ministro de su palabra – le dijo con ojos de ternero.
- Entonces me equivoqué. No lo molesto más – se disculpó y pegó la vuelta.
A medio camino de la nave, escuchó la voz del cura que lo llamaba. - ¿Cuál es su nombre? – preguntaba el párroco.
- Reinaldo Donaires, a sus órdenes – respondió él.
- Reinaldo, vuelva mañana a esta misma hora – dijo el cura – Veré que se puede hacer.

Cuando Reinaldo dejó la iglesia, el cura se reclinó frente al altar y le pidió a Dios que le enviara una señal. Minutos después, el cáliz no brillaba, nadie lloraba sangre y la canilla del baño seguía perdiendo. Paradójicamente, se vio obligado a consentir que estaba en manos de Dios. En el pueblo vecino oficiaba un sacerdote al cual, desde devolverle la salud a los enfermos hasta predecir los números de la quiniela, se le atribuían una larga lista de milagros. Remigio no creía en cuentos de vieja, pero agarró la bicicleta y puso proa hacia el Sur. Pedaleó hasta el agotamiento para despuntar el vicio de la penitencia, y en menos de una hora llegó hasta el pueblo vecino. Se detuvo bajo un ombú para recobrar el aliento, y con la bicicleta de lado caminó hasta la iglesia. El Padre Humberto – tal era el nombre del santo en cuestión - era un hombre viejo, calvo y de barba desprolija.
- ¿Me llegó la jubilación? – le preguntó con una sonrisa.
Remigio lo saludó según el protocolo, y con titubeos, logró explicarle el motivo de la visita.
- Entonces, lo que usted quiere es que yo vaticiné la fecha en que se va a largar a llover – aclaró el padre Humberto.
- Exacto.
- 50 Pesos – le dijo y Remigio se quedó pasmado.
- ¡Los que anuncian el evangelio que vivan del evangelio! – citó a La Biblia, y el Padre Humberto se le rió en la cara.
- El vino hay que pagarlo, mi amigo, y con la miseria que hay los diezmos no alcanzan. Piénselo como una donación - le dijo, y a Remigio le pareció una excusa razonable. Sin embargo, le entregó el billete de mala voluntad.
- Dios te bendiga – le agradeció Humberto y le pidió a Remigio que lo acompañara. Lo llevó a una habitación oscura, fría y que olía a humedad. Remigio se sentó en una silla desvencijada y Humberto hizo lo propio al otro lado de la mesa. De un armario, Humberto sacó una botella de grapa y bebió un trago del pico. Sus ojos se perdieron en el Rosario de madera que colgaba en la pared, y en esa posición pareció quedarse dormido. Remigio aguardó con prudencia un cuarto de hora, después apoyó levemente la mano sobre el hombro y lo despertó.
- ¡27 de Abril! – gritó Humberto sobresaltado, y volvió a quedarse dormido. Remigio echó mano al almanaque, faltaban diez días.

Reinaldo Donaires regresó ese día, al otro y el posterior sin encontrar otra respuesta que evasivas. El Padre Remigio tenía una fecha, pero la fuente le era poco de fiar. Necesitaba la autorización del Obispo.

La sequía amenazaba ser eterna. No solo Reinaldo sino que el pueblo entero comenzaba a preocuparse, pero ellos podían regar a mano lo que él decidía no sembrar. Angustiado hasta las lágrimas, contemplaba el cielo sin nubes. Ser estafado por un financista vaya y pase, pero serlo por la propia naturaleza era algo que su orgullo no podía permitir. Una calurosa mañana de otoño, Reinaldo Donaires decidió empeñar la última de sus joyas y golpeó a las puertas de la ciencia. Como un gato cruzaría el umbral de la perrera, así entró Reinaldo a la oficina del Servicio Meteorológico. Detrás del mostrador un hombre joven, de pelo engominado, lo recibió ajustando el nudo de su corbata azul.
- ¿En que puedo serle útil? – le preguntó cordial y Reinaldo lo miró con desconfianza.
- Quería saber si puede usted decirme cuando va a llover.
El encargado asintió en un gesto inteligente y tomó un cuaderno de tapas duras.
- Según el último informe, “una masa de aire antártico provocaría el descenso de la temperatura, favoreciendo las condiciones para la precipitación” – leyó de corrido y su interlocutor arqueó las cejas.
- Cuando haga frío va a llover – aclaró el encargado.
- ¿Y cuando va a ser eso?
- Mediado a fines del corriente, se espera – señaló, y los ojos de Reinaldo se inyectaron en sangre.
- ¡Necesito una fecha! – le gritó, y golpeó el mostrador con las manos abiertas.
- ¡Es el pronóstico! ¿Qué quiere que le diga? – se defendió el empleado, y Reinaldo retiró las manos. - Perdón - dijo el empleado -, ¿usted es Donaires?
- ¡Qué carajo le importa! – pronunció Reinaldo, y esas fueron sus últimas palabras en los dominios de la ciencia.
El encargado lo vio partir, y veloz como un rayo, marcó el teléfono de la delegación central. Una voz amiga contestó del otro lado de la línea:
- Servicio Meteorológico
- Qué hacés Carlos, Miguel te habla. ¿A qué no sabés quien anduvo por acá? – le preguntó con sorna.
- ¡¿Donaires?! – preguntó el otro entusiasmado.
- ¡Si, y era verdad! ¡Me preguntó cuando va a llover, el condenado!
- ¿Y vos que le dijiste?
- Nada, le leí el pronóstico.
Un súbito silencio ocupó la línea telefónica.
- ¿Sabés si el cura le dio una fecha?
- ¡¿Qué?!
- ¡Si el cura le dijo cuando iba a llover!
- ¿Qué cura?
- Remigio, el de tu pueblo… - apuntó el otro perdiendo la paciencia.
- ¿De qué estás hablando?
- No importa. Haceme un favor, no lo pierdas de vista. Yo hablo a un amigo que tengo en Buenos Aires y te llamo.
- ¡¿Qué?!
- Después te llamo – dijo el otro y colgó.
En la ciudad las paredes oyen, pero en un pueblo no solo oyen sino que también hablan. Tres días atrás, la misma línea de teléfono se viciaba con la increíble historia del hombre que había ido a la iglesia a preguntar cuando iba a llover. Carlos era encargado de la Delegación Central, y a pesar de su sonrisa aquella tarde, cortó la línea preocupado. Tantos siglos de lucha, tantos mártires ardiendo en las hogueras de la inquisición para que ahora el tal Donaires recurriera a la vaguedad de la fe en un terreno bien ganado por la ciencia. “Una oveja descarriada”, había pensado aquella tarde y en lo días venideros la anécdota se había diluido hasta desaparecer en el olvido. Pero esa mañana, las paredes de su pueblo se habían encargado de reflotarla. Carlos vivía en el mismo pueblo que el padre Humberto, y el vaticinio del 27 de Abril no había tardado en llegar a sus oídos. La religión le había dado a ese hombre lo que la ciencia no se animaba precisar: una fecha.
Con impaciencia, revolvió los cajones hasta encontrar su agenda vieja. El disco del aparato telefónico giró diez veces y una luz verde tintineó en la central del Servicio Meteorológico Nacional. Pasó por telefonistas, secretarias, adjuntos hasta que llegó al Subdirector, un sexagenario que lo saludó con tono paternal. Ese hombre había sido su maestro. En pocas palabras, Carlos le explicó la controversia impulsada por Donaires y después de revisar unos papeles, el subdirector le leyó un temible comunicado: la lluvia llegaría a Buenos Aires para la última semana de Abril; probablemente el 27.
Carlos cortó la línea y decidió tomar el toro por las astas. Cerró con llave la puerta de la oficina y tomó el tren al pueblo de Donaires.

Arremangando su sotana clerical, Remigio descendió los escalones de cemento de la Terminal de Retiro, y con la impericia de un pueblerino, detuvo un taxi casi echándosele encima. El Obispo lo esperaba. El vehículo bajó por Libertador hasta Callao, y lo dejó frente un edificio lujoso, de paredes blancas y puerta de madera. El Obispo lo recibió con forzada cortesía. La tierra en los zapatos de su huésped no le inspiraba compasión. Remigio se dirigió con el escaso protocolo que recordaba del seminario y le explicó el motivo de su visita.
- ¿Usted me está tomando el pelo? – le preguntó el obispo.
- No, señor.
- ¡Mi consejo lo piden hombres de estado! ¡Como va a pedir audiencia para preguntarme cuando va a llover! – le dijo.
- No vine a preguntarle cuando va a llover – se defendió Remigio - Vine a pedirle autorización para hablar en nombre de la Iglesia.
El obispo no dudó. - ¡Se hubiese ahorrado el pasaje, entonces! – le dijo, y Remigio se fue con la cabeza gacha. Tomó el tren de vuelta a su pueblo. “¡Qué poco de cura, carajo, que queda en el obispo!”, pensaba mientras el campo le ganaba espacio a la ciudad en la ventanilla.
De vuelta en el pueblo, la suerte y el camino lo toparon con Carlos, el encargado de la delegación central, heraldo de las ciencias. Largos siglos de controversia confluyeron en un cruce de miradas. Ni siquiera se saludaron.
Donaires no volvió a la iglesia ni a la oficina del servicio meteorológico. Tenía la experiencia suficiente como para saber que ninguno de los dos se iba a jugar. Frustrado, se dedicó a esperar que llueva. Se dice por esos lados, que murió la misma noche en que se abrió el cielo de la pampa, tirando las semillas bajo la helada tormenta del cambio de estación. Lamentablemente, nadie pudo precisar la fecha.

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