Animal

Marcar los límites, establecer lo propio de lo ajeno, ha sido un desafío desde que los hombres luchan por el fuego. Es bochornoso asumir que civiles y educados, debajo de la ropa ocultamos una bestia. Piel, pelos, dientes, uñas, somos vulgares miembros de la zoología dotados de lenguaje, como lo son los chitas de la velocidad o los camellos de las jorobas. Tenemos periodos de celo, padecemos hambre, los insectos nos pican. En el marco de la naturaleza somos esa especie que se defiende con la palabra. Ante el acoso reiterado de, pongamos como ejemplo, un tigre dientes de sable, el humano primitivo se reunirá en la cueva y propondrá soluciones. El lenguaje, más que los pulgares en oposición, ha sido nuestra arma más peligrosa, un arma que como el aguijón de las abejas que mueren una vez que pican, nos provoca un mal. El horror del ataque del tigre se desdobla en el terror que padece el acechado y en la angustia de no saber cuándo ocurrirá. Tres espacios semánticos donde otras especies no tienen más que la información de sus sentidos. El hombre, para evitar la experiencia horrorosa del encuentro con el tigre, deberá discutir, argumentar. Unos propondrán mudarse a otra cueva, otros, paralizados por el terror, votarán cercarla y también se opinará que el camino es el desarrollo de las armas. El humano, para sobrevivir en sociedad, debe tolerar un plan ajeno en el campo de la existencia propia, o convertirse en paria o en tirano.

Es el primer día de clases, uno llega con su mochila nueva, el guardapolvo blanco, el peinado irreprochable y encuentra el pupitre ocupado por la amenaza de otro humano. Es importante, en ese punto, la conducta del pionero. Él tiene la oportunidad de proponer condiciones, limitándose a ocupar su espacio o invadiendo con el codo o el cuaderno, el límite natural que establece la juntura entre los bancos. El recién llegado, por su parte, puede firmar la paz si las condiciones lo permiten, o aceptar la intromisión de ese codo o cuaderno, o avasallar él mismo la juntura si encuentra un brazo débil en la medianera. En ese caso, el otro, si fue sorprendido intentará recuperar la frontera, pegará su brazo otrora débil y empujará discretamente durante el tiempo en que la maestra se presenta a los alumnos; o tal vez, el descaro, la brutalidad del golpe opositor hará que acepte pacíficamente el desembarco en su tierra. Nótese que la presencia física, la altura, el peso, son variables influyentes. Un brazo pesado es mejor equipo que uno raquítico o ligero. Si un ejemplar llegase a sentir miedo ante el volumen físico del otro, este, de poseer un carácter invasivo, pronto descansará su pierna en el soporte de la silla ajena. De esa manera, no sólo arruinará los planes de reconquista que haya podido ingeniar el otro, sino que le ganará un espacio estratégico. Pronto, acercará el cuaderno a la zona de conflicto y con el hombro o parte de la espalda, extenderá la invasión al espacio aéreo. Confinado al borde exterior del banco, el sometido buscará nuevos horizontes. Con discreción, ubicará los territorios vírgenes, o al menos los semiocupados por un humano de su talla. Evaluará una forma discreta de evadirse, probablemente a la vuelta de un recreo, y la confrontación se hará inevitable si el invasor se sintiese abandonado. Sabe que con su fuerza superior, bien podría tomar al desertor por la solapa y arrastrarlo hasta su antiguo puesto; pero comprende que eso está penado por la maestra. Entonces, impedido por ley, si desea el retorno del exiliado deberá apelar al aguijón de la palabra.
Una nueva comparación se establece, cuan largo y afiliado es cada uno de los aguijones. Si la superioridad física se corroborara también en ese campo, el débil de toda fortaleza, buscará refugio bajo la pollera de una instancia superior, su madre o la maestra. En tal caso gozará de una libertad condicionada a la presencia de dichas garantías. Irá de casa al colegio y del colegio a casa. Fuera, en la marginalidad de una plaza o de una esquina, el animal herido acecha. Ya no importa si efectivamente, el otro ronda con intenciones de vengarse o si olvidó por completo el asunto, el veneno de la palabra circula por las venas del acusador y tiene miedo. En el aula, clandestinamente, el abandonado podría gozar del beneficio de la extorsión. Sabedor que el otro le teme, podría obligarlo a hacer sus deberes o exigirle el envase con la merienda. Distinto sería si el menos dotado en aptitud física negociase de palabra un espacio de concordia. Si el aguijón del alfeñique mostrase habilidad con respecto al ejemplar mayor, podría restablecerse el orden imparcial de la juntura de los bancos. La fuerza de la palabra supliría la endeblez de los músculos y acaso, en un futuro, podría tejerse un lazo de amistad entre los exponentes. En cambio, si es de resentimiento la conducta del usurpador, solitario, náufrago en su tierra, se regodeará en la ponzoña de sus pensamientos a la espera de que un nuevo ciclo lectivo le ofrezca una víctima.

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