Los hombres no lloran

Como un caleidoscopio mi mente gira formando extraños recuerdos; retazos de memoria unidos por la argamasa de mi desesperación. Como el hilo a un barrilete sigo el rumbo de mis ensoñaciones; donde ellas vayan yo debo seguirlas, inútil es resistirme, son mucho más fuertes que yo. Apenas puedo vislumbrar el punto de partida de mis viajes, pero no es suficiente...nunca es suficiente. Me es imposible precisar los pasos hasta situarme allí, en la línea de salida; y me horroriza la idea de no encontrar un camino de regreso. Soy un valiente – si, eso es lo que soy - un valiente quien decide aventurarse en la búsqueda baldía de un espectro de su ser.

“Los hombres no lloran”, Marcos solía repetirlo hasta el hartazgo. Lo conocí en la escuela. No sé si en la primaria o en el secundaria – el principal artilugio de mi mal consiste en ocultar la cronología de mi pasado – pero presiento que hemos sido confidentes desde la infancia. Siempre con su inmensa sonrisa, y el brillo de sus ojos azules. Lo admiré tanto como lo envidié, hasta pienso que llegué a odiarlo.
Los recuerdos de Marcos, - como todos - son oscuros, erróneos, una yuxtaposición de imágenes desarraigadas en el tiempo y en el espacio. Lo veo ganando en un juego de ajedrez; lo veo llevar de la mano a la muchacha más linda; lo veo debatir con elocuencia. No puedo precisarlo, pero creo entender a Marcos como una llama encendida en la oscuridad, cientos de miradas atraídas por la gravedad de su presencia.
Mi devastada memoria solo es capaz de recorrer, con asombrosa exactitud, la última vez que vi a Marcos...¿o fue la anteúltima? Sea como fuere, no tengo más opción que intrincarme en el laberinto de mis recuerdos, sé que es así, me estoy acostumbrando.
Una noche, mirándonos al espejo, nos arreglamos obsesivamente una y otra vez el pelo. Entramos en algún lugar de moda, donde las luces danzan frenéticas. Había bebido mucho y sentía cada roce femenino con un deseo desbordante, me atormentaba oír sus voces agudas y oler el perfume mezclado con sudor. Intuyo que nunca tuve suerte con las mujeres, y que Marcos con una mirada podía tenerlas a sus pies. Me atoraba la garganta con una bebida ácida, de esas que solo se soportan por la embriaguez, mientras observaba el cabello rubio de Marcos acariciar los hombros de dos chicas. Sus brazos fuertes siguiendo el contorno de sus curvas, su risa teatral y la complacencia de ellas. Como tantas otras veces quise ser él, pero esa noche decidí lograrlo.
Dejé la seguridad de la barra y me interné en la jungla de amores lacerantes, buscando ardientemente mi presa. Una tras otra desviaban su mirada. Eso me excitaba más.
Apenas la vi supe que era ella. Allí parada, apoyada contra una columna, distraída, ajena a mi voracidad. Su pelo peinado con precisión caótica, dejaba al descubierto su cuello estilizado. No se adornaba más que con dos aros perlados, y ocultaba sus tesoros tras el telón de un vestido rojo. Tal vez sea la demostración inocente de la voluptuosidad, o quizás la tela descansando sobre el cuerpo, no sé decirlo con exactitud, pero me cegó su existencia.
Hablamos un rato amparados en la misericordia de la banalidad hasta que mis labios comenzaron a recorrer su cuello. El calor de la piel, los gemidos en mi oído, sus uñas largas bajando por mi pecho. Sus formas, ocultas a mis ojos, finalmente se revelaron a mis manos. Loco de lujuria y de placer, apretaba sus pechos y sentía su boca temblorosa mordiéndome los labios. No sé en que momento lo hice, pero decidí llegar hasta el final. Fui rechazado tantas veces como intenté levantarle la pollera. La presa se resistía. Yo era una bestia sedienta de escarnio. Con o sin su consentimiento iba a ser objeto de mi virilidad resentida y lo habría conseguido de no interceder Marcos, quien con un empujón me arrebató la pieza de las manos.
Con la ropa desgarrada y sus ojos arrebatados por las lágrimas, la vi alejarse para siempre. La lujuria se convirtió en furor. Como tantas veces lo deseé, insulté a Marcos despiadadamente. Lo hice de un modo cruel; como solo puede hacerlo quien conoce los secretos de su víctima, pero no fue suficiente. Ciego de ira, me arrojé sobre él para golpearlo. Muchas veces había probado fuerzas con Marcos, y siempre me había humillado. Mi tenacidad lo obligó a golpearme. Caí al suelo, empapado por la sangre que chorreaba de mi nariz. Me incorporé a duras penas, y con la vista nublada, lo vi excusarse ante dos policías que lo arrastraban hacia la calle. Pude haberlo socorrido, pero esa escena de sometimiento era el hilo que ni mis insultos y ni mis golpes habían podido enhebrar. Gocé, sentí que las tinieblas se abrían y dejaban paso s la luz de mi venganza. Marcos fue arrestado; yo reí.

Ahora lo recuerdo claramente: no fue aquella la última vez que lo vi.
Una tarde, mucho tiempo después, lo encontré sentado en el cordón de una vereda. Un rollizo y sucio vagabundo, calvo y desdentado que apenas balbuceaba mi nombre. Me senté a su lado e intenté hallar en sus desvaríos una huella que me permitiese recorrer el camino desde aquella noche. No fue fácil. Con la precisión de un miniaturista extraje pieza por pieza el rompecabezas de su mente. Supe que la noche de la pelea fue el comienzo de las desdichas. Al arresto le siguieron semanas de detención sin que nadie reclamase por su suerte. Solo Dios y sus captores son testigos de las vejaciones; él solo pudo relatar con espantoso detallismo, una orgía de gritos y carcajadas, en la cual sus piezas dentales fueron removidas con una tenaza. Al comisario no le gustaba el roce producido por sus dientes. Lo miré aturdido. Una fina lágrima corrió por su mejilla. Los hombres no lloran, decía, pero esa tarde Marcos lloró.

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