El Señor Gorrión

Ella, Adelita Barrientos, aprovechó las bodas de oro de sus abuelos para simular una gripe y quedarse sola en casa. Su novio, Ángel Gorrión, chofer de la 123, acusó lumbalgia en el trabajo y pasó la noche con ella. Nueve meses después, de la semilla de esas mentiras, germinaría al mundo el Señor Gorrión. “Emilio” lo llamaron papá y mamá, pero Adelita lo crió sola. Su marido la había dejado antes de que el chico cumpliera el año, una tarde salió a comprar cigarrillos y al mes le escribió una carta con etampilla paraguaya “Adelita, no vuelvo”, decía la carta. Desde entonces, para esa madre abandonada, la vida pasó por su hijo. Ella lo cambiaba, ella lo dejaba sucio; ella lo felicitaba, ella lo retaba; ella lo hacía dormir, ella lo despertaba. La primera infancia transcurrió en una burbuja de miel para el Señor Gorrión, como cariñosamente lo llamaba su mamá, pero un día tuvo que enfrentarse con la escuela.
Ya en el preescolar, Emilio se topó con el infierno. Se sintió solo, rodeado por esos monstruos vestidos de a cuadritos. Tenía pesadillas por las noches. Soñaba que en el aula estaban todos desnudos, y escuchaba la voz de su mamá que se reía porque él la tenía más chiquita que el resto. A fuerza de llanto, Emilio luchó contra el jardín de infantes, pero llegada la primaria Adelita no lo dejó faltar más. Por ese entonces, ella salía con un taxista que trabajaba de noche y no le gustaban los chicos. Emilio no podía faltar aunque estuviese enfermo, y así como en el jardín de infantes experimentara el vacío existencial, en la primaria conocería la vergüenza. La alfabetización, le traería un disgusto inesperado. Bastaba con que un gorrión aterrizara en el patio de la escuela, para que sus compañeros lo señalaran a él y se rieran. Emilio era morocho, flaco, encorvado y tenía la nariz ganchuda. Pensaba que estaba maldito. Por evitar la vergüenza, se convirtió en un nene solitario. Si alguien lo miraba a los ojos, él inmediatamente bajaba la cabeza. A la prematura edad de diez años, Gorrión ya había aceptado que la vida era una mierda. Estuvo mucho tiempo encerrado en su casa, casi repitió quinto grado a causa de la depresión, pero una mañana de marzo, la noche anterior a que comenzara sexto, leyó en el diario una noticia que le cambiaría la vida para siempre.
Un hombre, en Italia, había visitado un pueblo llamado como su apellido. “El pueblo, fundado en 1651 por su tatarabuelo Franceso di Monteleone...” destacaba la nota a pie de foto, en la que el homenajeado, vestido con boina y sobretodo largo, mostraba una placa de bronce junto al intendente y al cura de Monteleone. También leyó que el pueblo quedaba en la región de Toscana y le hizo gracia que el hombre de la foto se pareciese tanto a un toscano. Con la velocidad de la intuición, Emilio comprendió todo en un segundo. Agarró un lápiz, una hoja y bocetó un escudo de armas. Muchas veces había leído un libro de caballería que le había regalado su mamá, así que pensó en esos tiempos de ciudades amuralladas, yelmos, dinastías, y le adjudicó al pueblo de “Gorrión de la Frontera”, fortaleza de la reconquista española, el escudo que estaba dibujando. La ciudad, fundada a orillas del Tajo por Don Luque de Peña y Gorryón, por siglos había sido el feudo de su familia. Gorrión I, el bueno, Gorrión II, el dictador; Gorrión III, el loco, y así hasta Gorrión X, el eunuco, último de la dinastía Gorriona de Gorrión de la Frontera, de la cual Emilio era un retoño en el árbol genealógico. Una vez terminado el dibujo, notó que el escudo tenía la misma forma que el de Ferro, pero pensó que pintado de amarillo y con un gorrión de dos cabezas nadie lo iba a notar. Entonces lo pegó en la tapa del cuaderno, y una vez en la escuela, esperó hasta que alguno de sus compañeros le preguntara qué era. El azar le guiñó un ojo esa mañana, porque el primero en hacerlo fue Lucho Peralta, un bodoque de tanta fuerza física como debilidad intelectual, que incapaz de imaginar una mentira tan elaborada, creyó por completo la Historia de Gorrión de la Frontera. Sin quererlo, Emilio había dado en el blanco. Lucho, que además de bruto era suelto de lengua, se encargó de divulgar su fama y la ecuación arrojó como producto un superávit oneroso: dudar de la historia de Gorrión de la Frontera sería insultar la inteligencia de Lucho Peralta, y nadie desafiaría esos puños por tan poca cosa. De modo que, quien más quien menos, la historia trascendió de la mentira a la verdad y cuando aparecía un gorrión en el patio de la escuela nadie se reía. Imposibilitados para mofarse de él, sus compañeros le abrieron un espacio en las reuniones del recreo y Emilio supo ganarse un lugar. Era ingenioso el Señor Gorrión. Lo invitaron a las fiestas, bailó con las más lindas e incluso a algunas las besó. Pero una vez llegado el secundario, Adelita decidió mudarse y cambiarlo de colegio.
El mundo se desmoronó para Emilio que, así pasaban los años, más se parecía a un gorrión. Bajó los brazos cuando su mamá le dijo que se mudaban, pero poco después, otra tarde calurosa de verano, tomó un pincel, témperas y pintó en la tapa de la carpeta el escudo de familia. Apostaría de nuevo, pero esta vez no echaría a la suerte el éxito del plan. El Señor Gorrión era muy astuto para interpretar los roles de los grupos, así que no necesitó más que el discurso de apertura en el salón de actos, para entender que Pablo Andrada, alto, rubio, de mirada penetrante, era el indicado para promocionar la historia entre sus nuevos compañeros. No era el más fornido, pero fue el único que hizo un chiste mientras hablaba la directora y todos sus compañeros, religiosamente, se lo festejaron con risas. En la fila, antes de entrar al aula, Emilio se acercó a Pablo y movió la carpeta para que pudiera ver el dibujo de la tapa. “Es el escudo de Gorrión de la Frontera, el pueblo de mi familia”, le respondió con toda naturalidad, cuando Pablo le preguntó qué era. Una vez acomodados en los pupitres llegó el momento más temido para Emilio. “Allende, presente; Andrada, presente; Báez, presente…” Todos escucharon cuando, entre Fernández y Guerra, le tocó decir presente a él. El aula se descompuso en una carcajada y la profesora tuvo que pedir silencio para continuar, pero Pablo giró la cabeza y lo miró a Emilio como si compartieran un secreto.
Cuando llegó el primer recreo se reunieron en el patio los compañeros de su clase, y Emilio merodeó la ronda desde una distancia prudencial. A pesar de que no podía escuchar lo que decían, veía que Pablo llevaba la voz cantante. Gesticulaba mucho cuando hablaba, y sus compañeros parecían hipnotizados. De pronto, para cortar con el imperio de Pablo, uno de los chicos gritó fuerte: “¡¿Vieron?, el nuevo se llama gorrión!”. El dedo acusador lo señalaba y la clase entera se reía, pero Pablo, gozando de ese momento, se pasó la lengua por los labios: “¡Gorrión es un apellido de familia, pelotudo!”, argumentó con fuerza, y aunque nadie entendió que quiso decir con eso de “apellido de familia”, la posibilidad de quedar en ridículo ante la dialéctica de Pablo bastó para que no se lo preguntaran. Entonces el rubio giró la cabeza y lo invitó a Emilio para que se explicara. Gorrión trajo del aula la carpeta, les mostró a todos el escudo y su recorrido de la historia fue convincente.
Pablo y Emilio llegaron a ser buenos amigos, y gracias a los apuntes del primero fue como creció la fábula de Gorrión de la Frontera. Pablo le decía “no lo encontré en el mapa”, y Emilio le respondía que Franco, como antes Napoleón, lo habían hecho borrar como castigo a la resistencia gorriona. “Gorrión de la Frontera está en el territorio pero no aparece en ningún mapa”, le decía. Para el final del secundario, la leyenda era tan rica que si quería, Emilio podía pasarse una tarde entera hablando sobre ella. En esos años de secundaria la pasó como nunca, pero una vez egresado del colegio tuvo que salir a trabajar. A esa altura de la vida, pensaba que entre gente adulta como iba a encontrarse en la Casa Central del Banco, Gorrión de la Frontera podía ser un arma de doble filo. Después de meditarlo, estampó su insignia en un prendedor y lo enganchó discretamente en la solapa de su saco. Debía ser cauto, iba a ser un trabajo de hormiga conquistar el Banco.
Una vez allí, a todos los que le preguntaban qué significaba ese “prendedor amarillo”, él les respondía que era una cosa de familia y le restaba importancia, pero a los pocos que se acercaban y le preguntaban si eso era un gorrión, él les contaba toda la historia de sus ancestros. Así fue como, entre algunos empleados del Banco Cooperativo, nació la primera logia de Gorrión de la Frontera. La fantástica historia de la expulsión de los moros en épocas de Gorrión I, se convirtió en leyenda durante los almuerzos del buffet. Coincidentemente, los que se quedaban allí para almorzar y no salían, eran los mismos que se habían interesado en el detalle del escudo. No eran lo más populares entre los cajeros, pero Emilio pensaba que unidos serían fuertes. Con paciencia, el Señor Gorrión había formado su ejército. Ahora necesitaba que ardiera Troya.
Sandra, morocha de ojos verdes, salía con Seba, el de la caja 5, un estudiante de económicas que solía hacerle bromas a Gorrión con respecto a su apellido. Un día, Emilio la vio a Sandra con cara triste almorzando en el buffet. Seba la había dejado para salir a comer con sus amigos, y el Señor Gorrión decidió que era el momento de encender la mecha. A oídos de ella, contó la historia de Gorrión V, el amante, y de la Princesa Agnes, arrebatada por amor al gobernador francés de Moineau, como se llamó Gorrión de la Frontera en tiempos de la invasión francesa. Los labios se le hicieron miel a Sandra. El Señor Gorrión, con gestos y palabras, tejió el amor en un encuentro prohibido bajo los árboles del bosque. Tiempo después, cuando en el Banco se enteraron de que “el pelotudo de Gorrión” - como era llamado el Señor Gorrión entre quienes no participaban de su culto -, estaba saliendo con Sandra, la guerra estalló como un susurro en el batifondo de los sellos. Cada caja del Banco Cooperativo se transformó en una trinchera. Estaban los aliados de Seba y los aliados de Gorrión. Si en el arqueo de la caja a un hombre del primero le faltaba plata, culpaba inmediatamente a un simpatizante del segundo y viceversa. La guerra se extendió y al poco tiempo tomó sus primeras víctimas, una por cada bando, en el enfrentamiento por un comprobante de extracción “desaparecido” del escritorio de un Sebista. Entre acusación y acusación, a los dos involucrados los echaron del Banco y entonces se puso en juego la lealtad. Los hombres de Gorrión tenían algo por qué pelear, un símbolo, en cambio los de Seba se abrieron inmediatamente de la lucha. “Seba, perdonáme, pero tengo que cuidar el laburo”, le dijo un día el de la caja 4, su principal aliado, cuando este le ordenó sabotear la máquina de su vecino de la 3, el propio Gorrión que se había levantado a la fotocopiadora. Esa fue la rendición.
Sandra y Emilio se casaron al año. A él le dieron un ascenso y la pareja se mudó a una casa en San Isidro. Aunque seguía siendo flaco y narigón, ahora tenía una tarjeta personal que decía: “Emilio Gorrión, asesor de cuentas del Banco Cooperativo”. Ya no necesitaba apoyarse en una fábula para combatir las burlas, sin embargo mandó a imprimir el escudo en las tarjetas.
El Señor Gorrión resultó ser hábil también para los negocios. Los del banco estaban contentos, así que le dieron una oficina más grande y le asignaron las cuentas de los peces gordos. Una vez, le tocó ir al despacho del dueño de una financiera. Era rengo y tenía fama de maltratar a la gente, pero manejaba mucha plata y el Banco lo quería retener. Con esa misión, llegó Emilio a un edificio en el barrio de Congreso y golpeó la puerta en el 10 “B”. Lo atendió una rubia de veinte años con las tetas recién hechas, y lo invitó a pasar. La oficina era un departamento antiguo, remodelado con paneles de Korlok. Por una de las puertas, asomó la cara el dueño de la Agencia. Era gordo, de mentón cuadrado y estaba despeinado a pesar de la gomina. Parecía enojado. “Vos sos Gorrión, ¿no? Pasá”, le dijo casi sin mirarlo. Apenas se sentaron en la oficina, el hombre le comunicó que había decidido cambiar de Banco y le explicó por qué. “Me voy porque ustedes son todos una manga de pelotudos”, le dijo para resumir. Sin embargo, Gorrión le habló hasta convencerlo. Retuvo al cliente, y a una tasa el 2% mayor de lo que el Banco le había permitido ceder. Como cada vez que cerraba un trato, primero le entregó al cliente su tarjeta personal y después se puso a llenar los papeles. Mientras escribía, el hombre rompió el silencio para preguntarle por el escudo en la tarjeta, Emilio carraspeó y sin levantar la vista de las hojas, respondió que “era el escudo de Gorrión de la Frontera, el pueblo de mi familia”. Sobrevino un silencio prolongado por parte del cliente que lo obligó a levantar la cabeza.
- ¿Te llamás gorrión y encima estás orgulloso? ¡Pero vos sos un boludo! – le dijo el de la financiera, y lo echó de su oficina – ¡Tenía razón, ustedes son todos una manga de pelotudos! – le gritó, y la secretaria se reía.
Nada le dolió más que aquella humillación. Como para lamerse las heridas rompió todas tarjetas y en la pared de la oficina, justo encima de su cabeza, hizo colgar un cuadro con el escudo. Él mismo lo había pintado, lo mandó a enmarcar y a todos los que preguntaban les explicó qué era. Pocos meses después, Gorrión estaba devuelta en su vieja oficina a cargo de los clientes chicos. Entre los banqueros se había corrido la bola de que un tal Gorrión tenía detrás del escritorio su escudo de familia, y a los del Cooperativo, que desde que fallara con la financiera lo tenían entre ceja y ceja, les pareció un gesto subversivo que un empleado ponga su nombre por encima de el del Banco.
Con el nuevo fracaso, Emilio se sintió vulnerable, solo, desesperado, como en el jardín de infantes. Por las noches, antes de dormir, repetía como un rezo la historia de Gorrión de la Frontera. Cada detalle, cada nombre. En el altillo, construyó una maqueta de la ciudad con cajas de remedio. Sin embargo el miedo no lo abandonaba. Al poco tiempo, Sandra lo dejó por otro hombre y el volvió a soñar que estaba desnudo, pero ahora era en el Banco y la que se reía era su mujer. Sin otro refugio, decidió visitar a su mamá que hacía tiempo no la veía. La encontró borracha, semidesnuda, tirada en la cocina de su casa. Había una pila de platos en el lavatorio y por encima de la mesa caminaba una cucaracha “¡Me arruinaste la vida!”, le gritó Adelita, y para echarlo le revoleó un vaso que explotó contra la puerta. Emilio se alejó, y con el estallido fresco en su oído, advirtió que algo se había roto para siempre. Mientras caminaba de regreso vio que las casas eran de piedra y los techos de paja, que había un aljibe y un abrevadero, que circulaban carros tirados por caballos y que la gente que lo saludaba con cortesía de rey, iba a la plaza donde ejecutarían a Emilio Gorrión, un estafador de carrera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog