La Naturaleza de Dios

Una calurosa noche de Enero llegaba al mundo Juan Eduardo Losada. La anciana partera del Hospital de Lima lo había recibido entre sus brazos como a uno más, pero ese niño tenía reservado un destino de grandeza. Por sus venas corría la sangre de chamanes y de druidas, dignísima ascendencia de la cual sería un discípulo ejemplar. Cuando niño, los tubos de ensayo y el caldero pudieron más que la pelota; y ya en edad adolescente bosquejaba las primeras ecuaciones de la fórmula que acabaría siendo su obsesión: El elixir de la vida eterna. Tanto fue el esfuerzo, tan brillantes sus deducciones y tan sincera la devoción, que el eco de sus obras llegó hasta los oídos del Altísimo. Con paciencia omnipotente lo observaba día y noche mezclar las coloridas infusiones, y aunque ninguno de los compuestos lograría eternizarlo – eso lo sabía Dios mejor que nadie - a sus ojos, Juan Eduardo Losada, se había ganado el derecho a la inmortalidad. Los ángeles cruzaron una mirada incrédula al enterarse: “¿Dios dándole a un hombre la vida eterna?”, se preguntaron. Parecía insólito, pero las instrucciones eran claras: Debían ir a la Tierra e informarle a Juan Eduardo Losada que nunca iba a morir.

El hombre leía una revista aquella noche, sentado cómodamente en un mullido sofá. Todo era sosiego en ese instante que, proveniente de la nada, una sombra luminosa se proyectó en el living. La radiante vaguedad lentamente fue tomando forma hasta delinear la silueta de un par de seres angelicales.
- Somos enviados de Dios – habló uno de los ángeles y su voz era suave y melancólica. – Hemos venido para concederte el don de la vida eterna – le dijo.
Las manos de su compañero se cubrieron de una luz incandescente, y apoyadas sobre el pecho del mortal, se encargaron del milagro.
- Juan Eduardo Losada – anunció el otro - : ya eres inmortal.
La iridiscente llama finalmente se apagó; los ángeles posaron su mirada en los ojos del elegido; lo observaron con detenimiento; varias veces lo hicieron y un horrendo resquemor recorrió su cuerpo hasta la punta de las alas. Llevando su mano diestra al corazón, pálido y sudoroso, el hombre los miraba con espanto:
- ¡Vieja… tenías razón…en esta casa hay fantasmas! – admitía en un desgarro previo a desmayarse en el sofá. Aquel hombre, el único inmortal entre los suyos, estaba sufriendo un infarto.
Nada entre los mortales debería sorprender a un ángel, sin embargo aquella noche regresaron de la Tierra preocupados. ¿Que debían hacer? Presentarse ante Dios para relatarle lo sucedido era como cuestionar su perfección. Las obras de su magnificencia siempre salían bien, de hecho, por los pasillos del paraíso, se contaba que una vez hubo un ángel que debió anunciarle a una virgen que iba a parir y la mujer no se sintió siquiera ofendida. Los planes de Dios, se sabe, no encuentran obstáculos en el camino; pero ese asunto del inmortal parecía la excepción. Los ángeles quisieron sepultar en el olvido el asunto, pero un ángel no puede olvidar. La eternidad jamás se lo permitiría.
Un día, casualmente, se toparon a la puerta del Sagrado Trono. Con los hilos del silencio urdieron una mueca connivente, y desafiantes, cruzaron el umbral. Pidieron audiencia con el Altísimo y una vez concedida, se postraron de rodillas ante Él.
- Señor, venimos humildemente a relataros un extraño suceso – informó el más valiente de los dos, y Dios los invitó a continuar.
- Adelante, sin rodeos – les dijo.
- Lisa y llanamente, Señor, hicimos inmortal a un hombre y casi lo matamos del susto – apuntó serenamente el mismo ángel.
- ¿¡Losada!? – preguntó Dios sorprendido y los ángeles asintieron - ¡Pero no puede ser! Ese hombre estaba preparado para recibir la noticia.
- Lo mismo pensamos nosotros, pero nos acusó de fantasmas y se desplomó en el sillón – replicaron ellos y Dios se quedó observándolos con gesto reflexivo.
- A ver, cuéntenmelo todo – le pidió.
Con detallismo y sinceridad, los ángeles confiaron a Dios todo el recorrido del suceso. El omnipotente suspiró, entrecerró los ojos y con la voz profunda como el trueno expresó su parecer:
- Deben haberse confundido de mortal – les dijo.
Los ángeles entraron en pánico, pero pronto retornaron a la calma. Estaban muy seguros de no haberse equivocado.
- Señor, nosotros seguimos al pié de la letra sus indicaciones – subrayó el más prudente de la dupla.
Como en un gesto de sosegada cólera, Dios giró sobre sus pasos e ingresó a los Santos Aposentos. Minutos después, cargado de papeles y con gesto arrepentido, regresó junto a sus emisarios.
- Tenían razón – admitió a modo de disculpa –. Yo les di mal la dirección.
Los ángeles, en cuya mirada solía brillar la calma de lo imperecedero, sintieron cómo el oleaje de un océano tormentoso rompía contra el muelle de sus párpados. El peor de los azotes golpeaba su espíritu con esa confesión, pues como buenos ángeles que eran, lo único que tenían por seguro era la perfección de Dios.
- Señor, con todo respeto: ¿cómo puede ser eso posible? – preguntó uno de ellos (el más valiente) con un leve temblor en la comisura de su labio superior.
- No sé, se habrá traspapelado supongo… – respondió Dios, llevando al terreno de lo cotidiano una pregunta de interés trascendental.
Los ángeles, en su feroz aturdimiento, ofrecieron perentoriamente sus servicios. Volverían a la Tierra para enmendar aquel divino error, pero Dios los persuadió de lo contrario.
- Que un alquimista obtenga el don de la vida eterna es un inmenso logro individual, pero que un hombre común sepa cómo administrarla es un examen que pone a prueba toda la raza humana. Mejor, déjenlo así como está - les indicó.
Los ángeles hicieron una reverencia y se marcharon. Habían aprendido que Dios no es Dios por ser perfecto, sino por ser brillante en el error.

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