Evangelio según Poncio Pilatos

Otro día se despide tras los hombros de la sempiterna Roma, portento y luz del mundo, ciudad que hace tiempo me licenciara en recompensa de los años que he prestado a su servicio. Desde entonces vivo aquí, en esta estancia, la cáscara que el Estado me concede para albergar mi cuerpo y mi soledad en el ocaso de la vida. Estoy cómodo, no debo ni puedo quejarme. Menos de una hora me separan de camino con el foro, pero ya no voy allí ni nadie viene a visitarme. Esta es la condición que he escogido para mi retiro, incluso aquí, en mi propia casa, donde no es usual ver al Señor merodear las galerías o disfrutar del sol en los jardines, donde – honestamente- apenas si dejo esta habitación para comer. Aquí sentado junto a la ventana puedo ver como florecen los jazmines, sentir en el aire el aroma de la tierra cuando llueve o contemplar lo que es eterno entre las luces y las sombras del atardecer; puedo obtener todo cuanto necesito, y además puedo pensar. Mis sirvientes saben que no deben molestarme en mi refugio, y como solo eso les exijo, lo cumplen a rajatabla. Este es mi pequeño mundo, el pequeño mundo de un hombre que supo gobernar una nación…pero aún no es tiempo de relatar esos sucesos, ya llegaremos a ellos. Aquí, decía, puedo pensar y cuando uno llega a viejo ese es un raro privilegio. Yo detento del tiempo y la salud suficientes – aunque esta parece estar abandonándome – como para hacerlo a mi placer. Por las mañanas suelo acercarme a la ventana y perdida la vista en lontananza, recordar aquellos tiempos en que mi cuerpo era vital. Acunado en esta silla me he convertido en mi propio historiador, y sin embargo hoy, cuando llevo la pluma hacia el tintero, no lo hago con la intención de darle vida a mis memorias. ¿A quien puede interesarle saber quien fue mi gran amor o si los pasos que he tomado en mi carrera fueron los correctos? Yo escribo por necesidad, no por arrogancia. Mis ojos ya son débiles, el ejercicio de la escritura me provoca jaquecas pavorosas, no disfruto haciéndolo ni soy dúctil con la elección de las palabras; yo no escribo por placer, lo hago porque descubrí que es el único remedio contra la miopía espiritual.
Ya han pasado muchos años desde aquella tarde en Judea en que acepté condenar a muerte a Jesús de Nazareth, y sin embargo a diario, en esta cálida estancia romana, escucho a mis sirvientes hablando sobre él. Por eso escribo. Oír ese nombre en esta tierra, como lo haría una bisagra temporal, ha cambiado mi vida para siempre a una edad en la que solo la muerte debería arrogarse ese poder. La duda me subyuga, necesito de la ayuda que prestan las palabras para poder ordenar las consecuencias de aquel suceso pero solo puedo confesar ante la muda tolerancia del papel. No sé si algún día otros ojos posarán su interés en estas líneas, y en ese caso, si podrán reconocer los nombres que en ellas se divulguen; no lo sé y no logro determinar si lo prefiero, pero de todos modos:
“Prometo relatar aquella historia tal y como la viví desde un principio, sin enmiendas, omisiones ni reservas y amparada mi buena fe en la desinteresada honestidad de quien sabe a su muerte ya cercana.”
Ecce Homo.
***
Yo llegué a Judea cargado de prejuicios. El calor, las plagas, las costumbres bárbaras, nada de eso quería para mi vida. Nacido y criado en los placeres de la aristocracia, era Roma para mí la tierra prometida. Vivía en el paraíso, pero de pronto y sin mediar explicaciones fui encomendado al último subsuelo del Averno. “Judea necesita un hombre del imperio” susurraron a mi oído, pero yo nunca creí. De un tiempo a esa parte me había convertido en un hombre indeseable para el foro. Los imperialistas y los republicanos tienen un denominador común: ninguno de los dos acepta una tercera posición. En el destierro conocí muchos republicanos que soñaban con la misma Roma que yo. Nobles o esclavos, partidarios o independientes la tercera posición es un pecado que no se limpia con la muerte sino con el exilio. Así llegué a Judea, solo que la prominencia de mi nombre exigió que lo hiciera en el carácter de gobernador.
Me aqueja un temor supersticioso desde que sus seguidores juran y perjuran haberlo visto regresar desde la muerte, pero en aquel momento yo entregué mi alma a Roma. Era “El Imperio”, a cambio del suplicio de un reo común. Yo hubiese ejecutado a Barrabás - ¡lo juro! - pero los sacerdotes querían a Jesús, ¿por qué iba a negarme? En ese entonces poco de la riqueza romana llenaba las arcas provinciales. No contaba más que con mi inspiración y algunos centuriones para gobernar la indómita Judea. Herodes, mi único aliado, resultó ser el hombre más idiota que jamás he conocido, en cambio entre mis detractores tuve que vérmelas con Caifás. “¿¡Por qué se ensaña tanto con Jesús!?” me preguntaba en aquel tiempo, regodeándome en lo que creía un error inadmisible de su parte. El Imperio Romano es una máquina perfecta de conquista. Ocupa territorios por la fuerza para luego, mediante la pax romana, convencer a los pueblos sometidos de que lo hace por su bien. Esa era mi misión en Judea: convertir a los judíos en romanos, y mi enemigo era Caifás. ¿El resultado? Hoy, en el patio de mi casa, se discute sobre el dios en el cual creen los judíos. Evidentemente he fracasado, no lo dudo, pero ya tengo los años suficientes como para aceptar que perdí contra el mejor.
Caifás necesitaba reverdecer las raíces culturales de su pueblo. Por esos años, los jóvenes comenzaban a cruzar palabras en latín, vestían túnicas romanas...el imperio estaba haciendo su trabajo y lo estaba haciendo bien. Fue entonces cuando escuché por primera vez hablar sobre Jesús. Un guardia vino a mí con la noticia de que un agitador había soltado bueyes en medio del mercado. Me reí a carcajadas y ordené apalearlo si llegase a repetirlo, pero más tarde recibí a Caifás con la noticia. Voy a detenerme un instante en ese personaje. El sumo sacerdote del pueblo judío era un hombre robusto, de piel morena y facciones incapaces de mostrar inteligencia alguna. Sus ojos negros transmitían tanta sagacidad como podrían transmitir los de un buey. De sus palabras - que como siempre fueron muchas e indescriptiblemente densas - comprendí esa tarde la naturaleza religiosa de la revuelta en el mercado. Aparentemente no era la invasión romana sino los propios sacerdotes el motivo de la queja. “Un problema local” pensé, y eché a Caifás de mi palacio. Recuerdo que era capaz de hablar durante horas sin modificar en ningún momento el tema de conversación. Jamás conocí a un hombre tan aburrido como Caifás, pero tampoco tan inteligente. Cada mañana regresó para hablarme de Jesús, de sus blasfemias, de sus injurias; ¿¡Cuantas veces habré escuchado la historia de María Magdalena relatada de su voz!? Algunas veces venía solo, otras lo hacía acompañado de su séquito pero siempre estaba ahí y no se marchaba hasta que los soldados lo expulsaban a punta de lanza. Tal fue su insistencia que comencé a preocuparme por Jesús. Doce eran sus discípulos, y de ellos a dos los convertí en mis informantes. Gracias a esa maniobra averigüe que en el círculo del galileo no se contravenía ningún edicto romano, pero además supe que el pueblo de Judea le estaba tomando cariño. “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a Poncio lo que es de Poncio” pensé en aquel momento, y celebré la suerte de que un profeta vecino pudiese librarme del tormento llamado “Caifás”. Algunos días más tarde, con la captura de Barrabás, se me ocurrió el modo de hacerlo. Pondría en ridículo al sacerdote frente a todo su pueblo y por un delito al cual Roma no le cabía responsabilidad alguna. Era el plan perfecto y así lo ejecuté.
Barrabás era un hombre peligroso, indeseable para el vulgo y acusado por el asesinato de un soldado romano. Con la cintura propia de un hombre del foro envié a Judas – uno de mis espías - con Caifás, y como tiempo después lo haría con la sentencia, cargué sobre los hombros del sumo sacerdote la responsabilidad por el arresto de Jesús. Entonces – y aprovechando una costumbre de esas tierras – presenté el caso públicamente ante la casta sacerdotal: “Barrabás o Jesús”, fue mi propuesta. Yo creía estúpido a Caifás, pero no tanto como para pedir la sangre de un hombre a quien su pueblo juzgaba – como yo también lo hacía – no solo inocente sino también inofensivo, a cambio de la de un hombre temido como Barrabás. Sin embargo lo hizo, en plena plaza y a los gritos. Actué como debía hacerlo: dejé en claro que la decisión correspondía al sacerdocio y luego consentí la ejecución. Esa noche al toparme con la almohada descansé confiado en que había hecho lo correcto, que había actuado en beneficio de Roma, que había vencido en la lucha con Caifás; solo con los años acabaría comprendiendo que fui utilizado como cebo para recordarle al pueblo de Judea que debía resistir una invasión. La cruz de los romanos mancillando a un hombre religioso bajo el título de “Rey de los Judíos”, pudo más que todos los sermones fariseos y Caifás lo supo siempre. El pueblo judío es capaz de soportar cualquier bajeza, pero no perdona las afrentas a su religión. A partir de ese día Judea volvió a ser de los judíos - y según opinión propia - ya nada podrá hacer Roma para arrebatársela.
Hete aquí la crónica de mi derrota, pero como ya lo he dicho, cuento con los años suficientes como para admitir esa caída ante un enemigo superior. No es eso lo que me obliga a tomar la pluma, sino el propio Jesús.
***
No soy creyente, ni siquiera Mitra ha inspirado mi fe patricia. Sinceramente no creo que haya resucitado ni que sea quién mis esclavos dicen que es, pero de todos los hombres que he condenado a muerte – y ese es un número mayor al que preferiría -, solo recuerdo su rostro. Un hombre torturado solicita la muerte como el mendigo pide el pan. He visto hombres bramando como niñas para pedir misericordia, pero nunca había visto a un condenado sonreír. Voy a confesarlo, tanta fue la insistencia de Caifás y tanto era cuanto yo lo odiaba que acabé tomándole cariño al prisionero. Estúpidamente hasta compartí con él mi impresión sobre el asunto - ¡llegué a decirle que su arresto me parecía injusto! - y a pesar de ello cuando dicté sentencia su rostro me sonrió. Nunca en mi vida sentí tanta vergüenza ni fui tan consciente de que estaba actuando mal, pero frente al pueblo y a la vista de Caifás me faltó coraje para retractarme. Él lo sabía, Jesús supo todo el tiempo que estaba llevando a cabo un acto que consideraba injusto y que lo estaba haciendo por pura cobardía. Sin embargo, al escuchar la lectura del edicto me miró a los ojos y sonrió. Fue un acto sublime.
“¿Será pura mi alma ante sus ojos?”, aunque pueda parecerles extraño – hasta risueño, válgame – en el silencio de la noche a veces me hago esa pregunta. He sentenciado a ese hombre pero también lo he conocido, y créanme que no recuerdo otro igual. Era alto, de aspecto fuerte aunque ligeramente desgarbado; su voz, hipnotizaba. No parecía judío ni romano, “tal vez griego” pensé cuando lo vi, pero más tarde deseché esa idea por trivial. Su túnica siempre estaba arrugada y no por desidia sino por convicción; definitivamente no era griego. Ahora pienso que tal vez “parecía humano” aquella vez cuando lo conocí. Lo trajeron a mi palacio dos soldados que lo habían apaleado sin saber por qué motivo. Le ofrecí de beber y lo invité a tomar asiento. Él no habló, agradeció con un gesto el cuenco que le ofrecía y bebió su contenido hasta acabarlo, pero a pesar de mi insistencia no aceptó tomar asiento. Sin vacilar accedí a sus condiciones y para hablar de igual a igual permanecí de pie a su lado. Recuerdo haberle preguntado si sabía por qué estaba ahí, a lo cual él respondió que “si”. Luego insistí y le pregunté cual era su opinión al respecto; me sugirió que “vaya, y le pregunte a Judas”. Instantáneamente me vi tentado de ordenar que lo azotasen, pero pudo más mi curiosidad que mi soberbia. Entonces, ante la sorpresa de los soldados, pedí hablar a solas con el reo. Nos trasladamos a mi despacho y una vez allí, haciendo uso de mi romana investidura, lo conminé a tomar asiento. Él consintió y arrojando el peso de su cuerpo contra el respaldar, lo hizo al modo de los grandes mercaderes pero despreciando todo gesto vanidoso. Como tiempo después lo haría con la cruz, aquella vez convirtió la enclenque silla de mi despacho en un altar. Yo me quedé en silencio, simplemente contemplándolo.
Día tras día me detengo a escuchar el dialogo entre los esclavos, y conmovido, noto que solo algunos comentarios me hacen recordarlo. En mi casa conviven sajones, galos, númidas, griegos y cada cual adapta de acuerdo a sus costumbres la naturaleza de Jesús. Puede ser profeta, guerrero, pastor, carpintero, herrador, esclavo, poeta; puede ser blanco, puede ser negro, de espaldas anchas, de cuello largo, de barba y de bigote. Puede ser muchas cosas Jesús de Nazareth, pero nunca Hijo de Dios como escuché decir en mis jardines. “Perdónalos Padre porque no saben lo que hacen” dicen que dijo en la cruz, un acto de absoluta demagogia para quien va camino a comparecer en ese juicio. ¡Absurdo! La tierra tembló porque esas palabras fueron honestas, fueron las de un hombre rogando a Dios por el perdón de sus verdugos. ¡Ese era Jesús de Nazareth! ¡¿Hijo de Dios…?! ¡Patrañas de Caifás!
Perdón, pero a pesar de mis excusas aún me cuesta digerir esa derrota. Simplemente quería decir que fuese o no el Hijo de Dios, lo único legítimo – y esto lo juro por Roma – es que el interesado no lo consideraba de ese modo: a Jesús nunca se le cruzó por la cabeza. Ahora, volvamos a mi despacho.
Jesús estaba sentado frente a mí, al otro lado del escritorio, aguardando en silencio un interrogatorio que no se me ocurría como comenzar. Serenamente, como acostumbrado a ello, fue él quien tomó la palabra: “¿Por qué pidió hablar a solas conmigo?”, me preguntó. Yo respondí de acuerdo al protocolo: “Porque quería conocerlo personalmente previo a juzgar los cargos que pesan sobre usted” le dije, y no sé si no me habrá creído o entendido o si le pareció realmente graciosa mi respuesta, pero lo cierto es que estalló en una sonora carcajada y replicó: “¡¿Y a qué hora llega Barrabás?! Mi rostro se tensó instantáneamente con el sarcasmo, “un reo no trata a un romano de ese modo” pensé, y se lo hice notar con una mueca severísima hendiéndose en mi frente. Fue entonces cuando supe con quien estaba hablando. Él se puso en pie, apoyó pesadamente las manos sobre la robusta madera de mi escritorio y simplemente me miró a los ojos: jamás en mi vida sentí tanto miedo como en ese instante. Mi obsesión ha sido siempre la primera línea de combate. He sentido en la cara el aliento de miles de hombres que darían su vida por tomar la mía, que lo harían en sentido literal; sin embargo nunca me oriné por ello, y mal que me pese, aquella tarde me pasó. Me oriné encima cuando esos ojos se posaron en los míos, y lo peor de todo es que el prisionero lo notó. “Lo mismo me pasa a mí en presencia de Dios - me dijo a modo de consuelo -, por eso es que a menudo suelen confundirnos”. Tras esa confidencia mi estado de indefensión llegó a tal punto que me vi obligado a cobijarme en la pregunta más honesta de mi vida. Aunque hoy me avergüence al recordarlo le pregunté a Jesús de Nazareth si estaba hablando a solas con Dios. Él me respondió que “no” y enfatizó su negativa apuntalado en un gesto de desprecio, pero si hubiese dicho lo contrario yo le habría creído. Habría creído que estaba hablando con Dios, cuando en realidad estaba hablando con el hombre al que condenaría a muerte en unos días. “Los romanos no creemos en ¬Dios”, le dije por pura cortesía y porque fue lo primero que se me ocurrió. Él nuevamente me miró a los ojos, pero esta vez expresaba paciencia. “Son romanos, Poncio - me dijo con dulzura - si creyeran en Dios ya lo habrían utilizado como herramienta de dominio.” Tanta verdad se atoró como un nudo en mi garganta. Fue entonces que, para llenar ese vacío, acabé confiándole mi juicio sobre la demanda de Caifás. Le dije que lo creía inocente…y él me sonrió.
***
La migraña ya no cesa ni siquiera en el descanso de la noche y adherido en las paredes de mi espíritu aún resta sedimento por purgar. Estoy mejor, pero todavía me angustia pensar en Jesús, en Caifás o escuchar a diario la conversación de los criados. Será mejor que me apresure.
“¿Qué hubiese ocurrido si yo exoneraba a Jesús de Nazareth?” Lamentablemente no puedo responder a esa pregunta, pero desde que escuché su nombre en Roma no puedo dejar de hacérmela. A veces pienso que de no haber sido el responsable, creería que la muerte le llegó en el momento justo al galileo; precisamente antes de que pueda ponerse a prueba su vínculo con lo divino. Excepto los sacerdotes, esos doce apóstoles a quienes hice referencia y unos pocos campesinos, hasta el día de su arresto Judea ignoraba casi por completo la existencia de Jesús. Algunos comentarios se corrieron debido a la protesta en el mercado, pero aunque polémicos, carentes de vigor como para despertar un eco prolongado. Fue Caifás - ¡cuando no! – quien se encargó de elevarlo al firmamento.
En esos pocos días entre su captura y la crucifixión, no se habló de otra cosa más que de Jesús. Las polvorientas calles de Jerusalén se convirtieron en un hervidero, pues en aquel juicio se debatía el trasfondo político de toda la nación. La prédica del galileo atentaba contra el monopolio religioso, político y social que ejercía el grupo de Caifás, institución que, aunque sagrada, gozaba de poca popularidad en aquel tiempo. En sordina se la acusaba de allanarle el camino a Roma para la conquista, y confieso que si bien algunos de los sacerdotes aceptaron el soborno, otros, como Caifás, actuaron con escalofriante honestidad. Eso debo concedérselo al sumo sacerdote. Amaba profundamente a su pueblo y así lo defendió.
Pero volviendo a esas jornadas de bullicio, el grueso de la población judía conoció a Jesús en los días previos a su muerte, días en los cuales él mostró una dignidad inigualable. Todos lo vieron sonreírme cuando lo condené, y a mis espaldas las notas frías del bullicio compusieron una melodía de congoja. No quisiera que parezca una excusa - confieso de antemano haberlo hecho por orgullo -, pero si revertía el dictamen, si imponía mi juicio al del sacerdocio, muchos hubiesen tomado por divino a Jesús de Nazareth lo cual hubiese sido su ruina, pues por extraño que parezca, en Judea a Dios no se le ofrecen libaciones sino que se le piden cosas.
El pueblo de Moisés ostenta una creencia religiosa de lo más particular. Ellos creen que existe un solo Dios, al cual no pueden ver siquiera como ídolo, pero con quien aseguran haber establecido una alianza inadmisiblemente ventajosa. Así como Atenea se inclina por los argivos o Hades eventualmente por los troyanos, en la Ilíada judía Dios hay uno solo y siempre los favorece a ellos. Eventualmente puede castigarlos, pero jamás torcería su lealtad. ¿A cambio de qué? - pensé yo como estimo lo harán muchos -, en primer término a cambio de la obediencia a una serie de mandamientos, pero por sobre todas las cosas a cambio de la fe. Dios los ha elegido, y ellos no necesitan más que rezar para pagarle. La convicción al respecto, desde el primero al último de los judíos, es absoluta. En consecuencia, de haberlo tomado por divino, un río de sufrientes habría desembocado ante Jesús para luego remontar la corriente de su desesperanza con la cojera al hombro y difamando el nombre del mesías. Esto que puede parecerles tan extraño, para ellos es absolutamente lógico. Si cómo pago a la fe judía Dios alguna vez hendió las aguas, lo menos que puede hacer su hijo es devolverle a un creyente la salud. Pero muerto - y resucitado según la opinión de sus seguidores -, muchos en Judea dieron rienda suelta a la peor de las blasfemias: imprimieron en la faz del galileo la viva imagen de Dios. Incluso una larga serie de “milagros” crearon en su haber y Caifás no se quejó por ello…maldito seas, Caifás.
Ya en aquella época, la de mis últimos años en Judea, se comentaban algunos relatos sobre el hombre que murió en la cruz romana. Se le atribuían una variedad de portentos que solo podrían arrogársele al propio Dios, y misteriosamente, Caifás parecía alentar la proliferación de aquellas fábulas. En público las negaba taxativamente y pedía la cabeza de quien se atreva a prorrumpirlas, pero en privado era el motor de la creación. La presencia romana demandaba un acto decidido y Caifás tomó una decisión: convirtió al mártir de su voluntad en “Jesucristo”, un ícono con el cual introducir su cultura en Occidente, y lo hizo por un motivo que solo ahora puedo comprender.
El judío es un pueblo rodeado de enemigos, así lograsen desplazar el yugo del imperio las cuantiosas bajas de ese enfrentamiento los dejaría a merced de sus vecinos. Si deseaba un futuro para su pueblo, Caifás debía conquistar Roma y lo hizo gracias a mi ingenuidad. “Los romanos no creemos sin ver, necesitamos pruebas”, me harté de decirle con respecto a su extraña religión. “Aquí las tienen” retumba ahora en mi oído su timbre monocorde, cada vez que escuchó hablar en Roma sobre el presunto “Hijo de Dios”.
***
Creo que estoy llegado al meollo, al fin me he dado cuenta por qué escribo. “No pude vencer a Caifás” era lo mismo que decir, “no he podido conquistar Judea”; pero al haber oído el nombre de Jesús en el patio de mi casa, temo haber perdido Roma. Con su primera maniobra – el castigo de un cuerpo judío ejercido por un romano – Caifás levantó en armas a su pueblo; pero con la segunda - convertir al sufriente en un profeta - les dio un lugar donde vivir en el exilio. Si esto que ocurre en la cocina de mi casa llegara a propagarse, la idea de un Dios único será cuanto menos conocida el día que arriben a los judíos, y sinceramente, no se me ocurre otro sitio donde puedan asilarse y prosperar. Hoy que veo florecer en Roma las raíces del monoteísmo, pienso que la victoria del sumo sacerdote ha sido concluyente, pero a la vez recuerdo aquel desgarbado galileo y me pregunto si es así, si en verdad fue Caifás el artífice de la maniobra o si Jesús nos engañó a los dos.
“Judas se suicidó tras haberlo traicionado” dijeron en aquel momento, pero a mi solo me consta que su cadáver apareció la mañana posterior. Los sacerdotes necesitaban de la imagen de Jesús para salvaguardar el bienestar de su cultura, pero debían silenciar su prédica para continuar administrándola. El apóstol sabía demasiado como para continuar con vida. Si el primer mártir de esta “nueva fe” llegase a ser el propio Jesús, el segundo sería Judas, y aunque el sumo sacerdote se haya encargado de colorear con el suicidio las circunstancias de su muerte, sospecho que en ambos casos la mente ejecutora sería la de él.
Judas tenía hambre y ese flagelo también lo padecía su familia. Tanto Caifás como yo aprovechamos su triste condición para obtener a cambio de oro todo cuanto de él necesitábamos; sin embargo ahora pienso que siempre trabajó para Jesús. Recuerdo que cuando lo envié con Caifás para arreglar las condiciones del arresto, me dijo algo que incluso entonces llamara poderosamente mi atención. “Así ha de ser” me dijo, pero el tono de su voz no denotaba obediencia sino la triste aceptación de un destino inexorable, el escogido por el propio Jesús de Nazareth.
Hoy por la mañana escuchaba a un fornido leñador originario de la Galia que intentaba convencer a un joven mercader ibérico de que Jesús – o Hijo de Dios como él prefiere -, murió para salvarnos. Lamentablemente y debido a la falta de pruebas contundentes, el íbero se echó a reír y ahora descansa en la habitación contigua recuperándose de la golpiza; pero si el galo hubiese tenido la oportunidad de dialogar con Judas, el resultado habría sido otro. El secreto que al apóstol lo llevó a la tumba es el mismo que aquí intento develar: Tanto como lo estaba de su naturaleza mundana, Jesús estaba convencido de que el mundo no funciona bien y más humanamente que ningún otro, él quería repararlo. Deseaba que sean muchos quienes lo escucharan, y tenía a la mano un imperio para hacer correr la voz. “¡Murió para salvarnos!” exclamaba el galo victorioso mientras el rostro de su oponente sangraba, y aunque Jesús se hubiese puesto del lado del doliente, creo que decía la verdad. El galileo murió porque contando con el egoísmo de quien suscribe y el de Caifás, lograría que su martirio acarree hacia occidente la luz de sus palabras. “Murió para salvarnos”, repite enfático ese galo leñador. Yo lo corregiría, le diría que “se inmoló para transmitir al mundo un mensaje de paz y tolerancia”, pero creo que correría la misma suerte que el pobre mercader ibérico o incluso la de Judas.
***
No sé si he llegado al final, pero mis ojos ya no ven y los latidos de mi corazón están perdiendo un ritmo saludable. Sobre los hechos futuros nada puedo prever, pues excepto ese hombre que murió en la cruz nadie parece aprehenderlos de antemano. Tal vez esto que hoy escucho se acabe diluyendo con el tiempo, pero algo me dice que mucha sangre correrá por la causa del profeta de Belén. Quienes lo defienden son aquellos que nada tienen que perder y eso puede desmantelar los fundamentos de cualquier Imperio.
Pido perdón por los hechos pasados y también por los futuros - como aprendí a hacerlo de él -, pero solo de una cosa me arrepiento y es de no haberle ofrecido el hombro a la hora de cargar la cruz.
Perdón amigo, pude haberte ayudado a cambiar el mundo pero no me atreví a hacerlo
PP

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