Capítulo 3: El Automóvil Japonés


L
La ecuación era deficitaria, terminábamos de comer una parrillada para 6 con 2 botellas de vino a las 5 de la tarde y teníamos que caminar 40 cuadras hasta llegar al camping.
- ¿Arrancamos? – pregunté con desaliento, y a pura tenacidad uno de mis amigos se levantó de la silla.
Habíamos ido a comer a una parrilla de la "techada", la calle céntrica de Capilla que está al amparo de un tinglado. Capilla pueblo no tiene muchos atractivos más que la plaza, algunas hosterías antiguas, la vieja estación del tren y la iglesia. La Techada, que más tiene de rareza que de atractivo, ocupa dos de las cinco cuadras que separan las plaza de las vías del tren y aglomera los comercios más importantes del pueblo. La tarde parecía amena bajo el techo de la calle, pero cuando salimos a la intemperie nos dimos cuenta que el sol había caído más de la cuenta y los abrigos los habíamos dejado allá.
- Estoy re mamado – fue el desalentador comentario de uno de mis amigos, que al levantarse de la mesa comprobó que el vino le había pegado.
El camino sobre el que estaba el camping comenzaba detrás de la iglesia, recorría algunas cuadras de asfalto y tras superar una casa donde vendían pan casero y empanadas al horno de barro, doblaba para el lado del cerro y se convertía en un camino solitario que atravesaba el monte. Era lo suficientemente ancho como para que pasaran dos autos, pero en ese invierno despoblado eran mínimas las posibilidades de que eso ocurriera. Ocupábamos todo el ancho del camino y nuestro paso era lento, desgarrador cuando nos tocaba una subida y vacilante cuando descendíamos. Con la puesta de sol a nuestra espalda, las remeras de manga corta empezaban a ser escasas para la brisa que bajaba del cerro. El atardecer frio nos despabiló el embotamiento del vino, y con las manos en los bolsillos aceleramos el paso sobre la cinta de ripio. Pasamos por la única casa que había en el camino, un caserón antiguo de ventanas grandes donde a veces se apostaba el fantasma de una vieja, los piletones de la toma de agua para toda la ciudad y el camping. El quiosco de Aarón estaba cerrado pero en la entrada de autos había estacionado un Subaru rojo coupé, de los que entraron al país en los ´80, con la chapa percudida y cubierto por una capa de tierra. Tenía las ventanillas bajas lo cual nos invitó a chusmear el interior. Comprobamos que a todos los paneles le faltaba al menos una parte, que el asiento del acompañante estaba caído sobre el de atrás y que las alfombras de goma removidas dejaban a la vista los agujeros en el chasis. Mientras mirábamos el coche cuatro de los perros nos vinieron a increpar.
- Tranquilo, Horus, somos nosotros – le dijo uno de mis amigos al jefe de la guardia, que lo olfateó y volvió sobre sus pasos.
Aarón, alertado por el ladrido de los perros, asomó la cabeza por la ventana de la casa. Su bicicleta, que no habíamos visto cuando entramos, estaba apoyada en la pared de los nombres. No nos saludó siquiera, vio que éramos nosotros y se alejó de la ventana. Su cara, de por sí difícil, parecía tensa en ese instante que la pudimos apreciar. Pasamos por el playón de cemento que se extendía alrededor de la casa y a través de la puerta de chapa que permitía al sonido escaparse de la intimidad de las paredes, escuchamos la voz de un hombre que le recriminaba a Aarón su desidia en el cuidado del camping.
- ¡Ese es Mike! – dijo mi amigo que lo conocía, y entonces corrimos a buscar abrigo para regresar al playón. "¡No sos capaz siquiera de llevar ese perro al veterinario!", oímos.
Una de las concubinas de Horus había tenido una camada de cachorros. Eran cinco perros de pelo corto y marrón como el padre, orejas largas y dientes afilados que rasguñaban la carne cuando uno se ponía a jugar con ellos. No paraban de saltar, correr, revolcarse y morderse; un derroche de vitalidad que se contraponía al estado de uno de los cinco cachorros que dormía adentro de una palangana y apenas si podía mantenerse en pie. Tenía los ojos pegados por las lagañas y cada tanto emitía un quejido. "¡Ese perro tiene parvo virus!", le gritaba Mike a Aarón, quién defendía su posición aduciendo las penurias económicas. Mi amigo que conocía a Mike de Buenos Aires sabía que con la inmobiliaria y un puesto que ocupaba en la Municipalidad tenía un buen pasar económico, sin embargo, el auto, el estado del camping y las palabras de Aarón, hacían pensar que su experiencia en Capilla no era holgada.
Salieron de la casa en silencio, Aarón primero, con la mirada en el piso y detrás Mike, que le regaló una sonrisa y un abrazo a mi amigo.
- ¡Viniste! – le dijo, contento.
Mike era un hombre de pasados los cuarenta, alto y con el aspecto de haber adelgazado mucho en poco tiempo. Aunque no parecía enfermizo, tenía la piel descarnada de los pómulos. Era morocho, de rulos y con un barba cortita que le cubría el mentón, sus ojos negros y almendrados le agregaban a su cara angulosa un perfil arábigo. Estaba vestido de jogging y hablaba pausado, más acorde a su actualidad como gerente del camping que como su pasado de político y administrador en el mercado inmobiliario. Mi amigo nos presentó, y Mike nos estrechó la mano a cada uno.
- ¿Hasta cuándo se quedan? – nos preguntó.
- Toda la semana – respondió mi amigo que lo conocía.
- Es probable que puedan ver algo, entonces. Los muchachos ya saben que están ustedes, pero no pueden mostrarse…
- Si, nos contó Aarón – agregó uno de mis amigos, y una risa de resignación despertó en los labios finos de Mike.
- Aarón… – fue todo el comentario del dueño del camping con respecto a su empleado, que se había retirado a buscar leña en el monte. – Hoy me tengo que ir porque tengo a Claudia – su mujer, la contactada – medio enferma, pero mañana vengo y charlamos tranquilos.
Mike abrió la puerta del auto que sonó como la mecedora de una vieja, encendió el motor y salió marcha atrás hasta el camino.
- Hasta mañana – nos dijo, y aceleró unos metros para apagar el motor y aprovechar la pendiente del camino.
- Lo hace para ahorrar nafta – nos informó Aarón, que volvía con un atado de leña.
Esa noche amenazaba con ser más fría que la anterior. Uno de mis amigos y yo nos internamos en el monte para buscar más leña, mientras los otros dos encendían el fogón. Los sonidos de la noche eran los típicos del monte, lejanos, oscuros, casi silenciosos, que se interrumpieron de pronto por un grito cargado de emoción.
- ¡Ahí! – gritó uno de mis amigos que intentaba avivar el fuego. Había visto un OVNI.

1 comentario:

  1. También recuerdo al japonés, valla q era auto de pocos recursos, también recuerdo que casi por rc nos vamos a la banquina y no la contamos… recuerdan el jeep que tenía más olor a nafta fuera q dentro del tanque?
    sh

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