Capítulo 4: La Convivencia


Es naturalmente problemático que el 75 % de la población de una carpa sea fumadora. La tarde que la armamos por primera vez, en el patio de la casa del que la había conseguido, le prometimos al no fumador (o "fumador pasivo" según su registro) que no íbamos a fumar adentro. La carpa era una canadiense enorme, para ocho personas decía en la funda, pero que bien acomodadas entrarían como diez. Cuando la armamos esa tarde, en el patio soleado de la casa de mi amigo, nos pareció reconfortante que pudiéramos estirar las piernas sin necesidad de que las mochilas durmieran afuera; pero esa noche de viento y después de haber visto el ovni, el oscuro rincón de las mochilas era una caverna tétrica adonde ninguno quería mirar. El no fumador, se dio vuelta y se quedó dormido.
- ¿Pendremos un pucho? – preguntó uno de los tres.
- Se va a despertar – contestó el otro en voz baja.
- Pará – dije yo – Fumemos uno entre los tres y tiremos el humo para afuera.
Habíamos visto un OVNI; los cuatro lo habíamos visto. Cuando escuchamos el grito, los dos que estábamos buscando leña soltamos lo que habíamos cargado y corrimos para ver. Nuestros amigos, tras el rayo de luz de una linterna, corrían hacia el "punto de encuentro" que quedaba a pocos metros, camino arriba. Cruzando el camino y apoyado contra el alambrado, un árbol seco señalaba el lugar pactado para el encuentro con los ovnis. Era una línea de perspectiva libre de obstáculos, desde las tripas de roca del abdomen del cerro hasta los tres picos redondeados y cubiertos por la piel del monte, que dibujaban la silueta de la cima. Cuando llegamos, en el más bajo de los tres picos, se encendía una luz blanca, ambarina, y mis amigos que la habían visto volvieron a gritar: ¡Ahí!
Mientras fumábamos el segundo cigarrillo dentro de la carpa, concluimos que no habíamos visto un OVNI, sino que un OVI o en todo caso un ONI. ONI, porque a ciencia cierta, la luz se encendía contra el negro de la montaña y no contra el azul del cielo; OVI, porque sabíamos quiénes lo manejaban. Algo habíamos hablado con Mike, la tarde que vino a cagar a pedos a Aarón. Nuestra primera aproximación al mundo de los seres de la luz, fue que las naves con luces blancas las tripulaban los Muchachos. Esa que había aparecido en la montaña, aunque en su estado estacionario tenía un brillo ambarino, cuando se encendía era perfectamente blanca. La vimos durante un rato largo, con intermitencias, y en un momento que fue el clímax del avistamiento tres luces se desprendieron de la primera como en una marquesina.
- Una puede ser, ¿¡pero cuatro?! – argumentaba mi amigo, que apagaba el cigarrillo en el mate mientras yo encendía uno nuevo. – Además - continuaba -, ¿qué va a estar haciendo un tipo con una linterna, arriba de la montaña, a las diez de la noche y con este frío?
En eso tenía razón. Era difícil imaginar un escenario humano para el espectáculo que se presentaba en la altura del cerro. Esa luz que se intensificaba hasta descomponerse en una flor de rayos, parecía difícil que la emitiera un foco conocido. Además, aparte de nosotros, no había otro público que justificara el show. Era raro, lo admito, pero no lo suficientemente positivo como para asegurar que habíamos visto una nave extraterrestre.
- ¿¡Y qué querés, boludo, que bajen y te den la mano!? – dijo el que tenía el pucho, y con nuestras risas se despertó el que dormía.
- Están fumando, hijos de puta – nos reprochó, después de toser dos veces.
- Ya lo apagamos – le contestó uno de nosotros. El no fumador giró dentro de la bolsa, nos volvió a putiar y se acomodó para seguir durmiendo. Fue en ese momento que se despertaron los cuacs.
Con ese nombre, uno de mis amigos había bautizado a los gritos nocturnos que sobrevolaban la noche de Capilla. Amplificado por el eco de las montañas, a veces parecían provenir de la tierra y otras veces del cielo. En ocasiones, un mismo cuac repetía su alarido mientras avanzaba y nos permitía trazar su trayectoria.
- ¡Van a los pedos! – enfatizó uno de los tres que estábamos despiertos, y otros dos cuacs se escucharon muy cerca de la carpa. Agarramos la linterna y prendimos un pucho para decidir qué hacer. Afuera, la noche era oscura pero apacible. Una brisa que de a ráfagas se convertía en viento, agitaba apenas los arbustos. El gris de la luna era parejo, sin sombras, y no se escuchaba otra cosa que el graznido de los cuacs.
- Che, ¿y el tótem? – pregunté.
El tótem no estaba más. La mañana posterior a descubrirlo, habíamos hecho un relevamiento del terreno y como único elemento sospechoso habíamos encontrado una canilla. Esa noche, cuando iluminamos para afuera con la misma linterna de dínamo que habíamos utilizado la noche anterior, una canilla de bronce, insípida, que apenas se podía liberar de la invisibilidad de la noche, no podía ser la sustancia de aquel tótem luminoso. En dos noches consecutivas lo habíamos visto en una sí y en la otra no, y considerando que esas dos noches constituían todo nuestro conocimiento del fenómeno, cabían dos posibilidades: (a) que la noche anterior hayamos sido testigos de una aparición; (b) que haya desaparecido un tótem. Cualquiera de las dos opciones era aterradora, y en ese mismo momento, apenas afuera de la carpa y detrás de la caverna de las mochilas, se escuchó un "¡cuac!" tan fuerte y cercano que despertó al que estaba durmiendo.
- Siguen fumando, hijos de…
- ¡Shhh! – lo interrumpimos.
- ¿Qué pasa?
La amenaza del cuac se alejó en dirección del cielo, y lo escuchamos volar hacia la ciudad.
- Nada. Seguí durmiendo - le contestó uno. 
Los tres estábamos arrinconados en el sector opuesto de la carpa, tapados hasta el cuello con las frazadas y fumando cada uno un cigarrillo.

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