El Café Surrealista


En el café surrealista las paredes eran alfombradas, el techo de cerámica y el piso de yeso. La barra era una sucesión de portezuelas por donde los mozos entraban, salían y se llevaban lo primero que encontraban para dárselo a cualquiera. Si uno pedía un fernet sabía que en algún momento iba a marchar, pero para encontrarlo tenía que buscar entre la gente. Esa noche (o día, nunca se sabe) encontré mi fernet en la mano de un colorado que estaba sentado en un banquito. Me preguntó si de casualidad había visto un whisky mientras me cedía el vaso, y cortésmente le señalé un grupo donde creía haber visto uno.

- Fíjese por ese lado – le dije, y me senté en el banquito que dejaba libre.

En el café surrealista el espacio de reunión lo determinaba la bebida y no el local. Era común que la reunión se mudara a los baños, a la calle o incluso a otro bar. El termostato del aire acondicionado funcionaba en simultáneo con la música, y en ese momento una bachata latina calentaba el frío de Bjork. El fernet estaba fuerte, olía a hierbas pero la espuma se la había tomado el colorado. Se me acercó una mujer alta, nerviosa, que había recuperado su daiquiri de frutilla y lo chupaba con fruición a través de una pajita espiralada.

- ¡Qué hijo de mil puta! – me dijo.

- Si, la verdad –le respondí mirando el vaso sin espuma.

- ¡Podría habérmelo dicho! 

- ¡O tener un poco más de cuidado!

- ¿¡Cuidado!? ¿Qué le importa a él lo que pueda sentir yo?

- ¡Pero uno siempre espera lo mejor del otro!

- ¡Me cago en Dios! – dijo la mujer, dejó el daiquiri, agarró un aperitivo de la mano de un hombre y se fue con él.

La comunicación en el café surrealista no siempre era un circuito. Para ingresar, por ejemplo, se pedía una contraseña que nunca había que acertarla. Una vez vi que echaron un tipo a patadas por decir "pasado turbulento" y embocarla. Detrás de la barra había un reloj antiguo con manecillas que giraban en direcciones opuestas, pero que en ese momento coincidían sobre el nueve. Me apeteció una copa de vino tinto, y vi una morocha de vestido azul que tenía una en la mano. 

- ¿Compartimos? – le propuse.

- ¿A qué precio?

- Al precio del amor.

- ¿Daria su vida por mí?

- Una y mil veces.

- ¡Entonces béseme!

No se amaba a la ligera en el café surrealista. Se hablaba de dos desconocidos que en una noche llegaron hasta el límite del crimen pasional y que a partir de entonces la bebida se servía en envases plásticos. Todo el tiempo en algún lugar se estaba haciendo el amor. En las orgías del café surrealista los cuerpos no tenían género y cada cual una belleza diferente. Eran torbellinos que cada tanto chupaban algún intelectual y lo escupían después de haberlo masticado un rato. Pero en ese momento no había muchas orgías porque en la pista se bailaba Pink Floyd. Muchos movían el cuerpo como babosas, pero otros, como el de jean y la de pollera larga, se atrevían a una rutina de tango. El ocho atrevido de la rubia flotó la eternidad de un silencio de Waters, pero terminó enlazado en la pantorrilla de su compañero. La aplaudimos a rabiar, como las muchas veces que se aplaudía en el café surrealista y no siempre con motivo. Los aplausos pasaban como las orgías, y cuando a uno le llegaba la ola buscaba algo de belleza para homenajear. Se hablaba de un hombre que estuvo media hora ovacionando un cenicero, pero se hablaban muchas cosas en el café surrealista y no todas eran ciertas. Vi pasar un mozo, le pedí un vodka y salí rápido a buscarlo porque había poco movimiento en la barra. Era un día parecido a todos pero igual a ninguno en ese limbo irregular donde se respiraba tiempo. La luz naranja, escasa y penumbrosa iluminaba las cabezas anónimas, las mesitas redondas de madera, los taburetes con almohadones rojos y el banquito donde ahora estabas vos con un vaso de vodka en la mano.

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