Llamado a la Solidaridad


Hay un cuento que quiero terminar de leer, pero no sé cómo se llama. Lo empecé una noche en un cumpleaños y me acuerdo que era de Bioy Casares y Borges, un libro de tapa celeste. El cuento empezaba en un clima simpático, los dos en una biblioteca o en algún ambiente parecido. Descubrían algo en un libro, algo secreto, que los llevaba a cotejar ediciones de enciclopedias viejas, mapas, hasta que llegaban a un mundo en el que no existían, no recuerdo bien, pero creo que una clase de accidente gramatical, por decir, los adjetivos. Entonces los tipos empezaban a declinar todo lo que sucedería en un mundo donde no existieran los adjetivos. No habría ética ni estética ni escalas de valores, etc., y todo afincado en un contexto verosímil. Estaba muy bueno el cuento, pero entonces se me acercó la Petisa que tenía las tetas como dos globos de piel pecosa y la boca colorada como la remera de escote. No sé qué boludez me dijo y largué el libro a la mierda, pero siempre me quedé con ganas de saber como terminaba el cuento.
Cuando vine a vivir a Capital lo empecé a buscar en las librerías del centro. Yo vivía en Sarmiento y Rodriguez Peña y trabajaba en Bartolomé Mitre y Suipacha. Salía a las once de la noche y para mí era como entrar a Disney. Los martes son el mejor día para recorrer las librerías a la noche. Hay poca gente, en su mayoría extranjeros o universitarios. No encontré el libro celeste y las obras completas de Borges estaban carísimas, pero encontré el Quijote de oferta y me lo llevé. Todavía lo tengo, es de tapas duras y tiene ilustraciones, una edición muy linda. En la escuela no me habían hecho leer el Quijote, solamente un libro de Alma Maritano que no terminé nunca. En el laburo le conté a un amigo lo que me había comprado, y él, a quien sí se lo habían hecho leer en la escuela, me dijo que era aburridísimo. Esa misma noche que compré el Quijote, aparte había llevado otro libro (“Crónicas Marcianas”, si mal no recuerdo), porque venía de leer Crimen y Castigo y quería algo más corto. Había dejado el Quijote para después de ese libro pero lo fui postergando. Bradbury me llevó a Sallinger, Sallinger me llevó Burgess y cada tanto aparecía un libro de Kundera y otro de Hesse y etc. Pero un día que no tenía nada que leer, lo vi en la biblioteca y me acerqué a rescatarlo. Había juntado algo de polvo que barrí con un soplido antes de abrirlo. La ilustración de la primera página era excelente, nada que ver con la imagen del Quijote y los molinos de viento, era el tipo sentado en un sillón, con la espada en alto, leyendo un libro y rodeado de caballeros, espadas y escudos del tamaño de un delirio. Una gran pintura de un tal Doré. Tenía buen aroma el libro, aunque le faltaba estacionarse. 

“En algún lugar de la Mancha, cuyo nombre prefiero no acordarme…”

Me pareció genial que arrancara el libro confesándole al lector que le estaba ocultando cosas. Observé la sinceridad de un paranoico, pero aprendí que Cervantes, como tantos otros, moldeaba el arte con la arcilla de su locura. El arte es una forma de delirio socialmente aceptable, como la borrachera de alcohol. Cervantes era el Quijote, y en ese punto límite entre la realidad y la ficción logró desarrollar su estilo. Me gustó mucho, lo leí de corrido y me enganché con los clásicos: “Rojo y Negro”, “Los Hermanos Karamazov”, “El Conde de Montecristo”, pero seguía postergado el cuento inconcluso de Borges y Bioy cuya búsqueda se transformó en un desafío. Una vez instalado en el centro ya tenía internet, incluso el dinero para comprar las obras completas; pero prefería buscarlo así, a la deriva entre las góndolas de libros con la esperanza de que en algún momento nos encontráramos como Oliveira y La Maga. Tras los pasos del cuento inconcluso conocí la obra de Borges (porque el libro celeste era una colección de Borges y no de Bioy), leí “los Inmortales”, “el Aleph”, “el informe Brodie” y tantos otros que me hicieron olvidar al que había perdido. Pero llega un momento en la vida de todo ser humano que el orgullo y la porfía comienzan a ser ridículos, que buscar en soledad deja de ser una aventura para convertirse en un padecimiento, que la prioridad es encontrar, pedir ayuda, abrazar el deseo, crecer sin madurar. Terminar de leer el cuento.  

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