Les voy a contar una historia que
tal vez muchos conozcan. Hace mucho, mucho tiempo, la gente hacía sus
transacciones con piezas de oro y otros metales preciosos. Monedas mucho más
pesadas que las actuales, que se llevaban de acá para allá en bolsitas de
arpillera atadas con un cordón. La inflación es muy vieja, y resulta que la
gente de aquel antiguo entonces se veía conminada a llevar mucho peso encima
para comprar los artículos en los mercados. Entonces, a los orfebres del oro se
les ocurrió una buena y samaritana idea: ofrecer sus baúles para que la gente
guardase su oro y entregarle un comprobante de que tanta cantidad de oro estaba
guardado en su orfebrería. Hete aquí que las transacciones comenzaron a hacerse
más “livianas” y este éxito se diseminó por las calles, la gente acudía feliz y
los comerciantes aceptaban con gracia esos comprobantes como forma de pago. El
sistema innovador marchaba sobre ruedas, pero en una epifanía de vaya a saber
el fantasma de quién, uno de los orfebres cayó a la cuenta de una realidad poco
tenida en cuenta hasta entonces: la gente gasta menos plata de la que tiene.
Con mucha astucia, el orfebre en cuestión mezcló todas las monedas en un mismo
baúl y empezó a prestar dinero con una tasa de interés que se cobraba para sí
mismo. Esta argucia para ganar dinero sin trabajar era realmente fructuosa, y
el orfebre, embriagado de vanagloria y probablemente de vino, le contó a un
amigo de su truco. Este lo miró, pensó un instante y le hizo una pregunta
bastante erudita: ¿Y si a todos se les ocurriese retirar su dinero al mismo
tiempo? El orfebre le contestó que eso no iba a pasar nunca y no perdió la
sonrisa, sin embargo nunca se le fue del todo esa pregunta. Día y noche,
mientras recaudaba kilos de dinero, pensaba en esa misma cuestión. Un día,
cansado de rumiar esa obsesión, agarró mucho de ese dinero que había juntado y
se dirigió al parlamento más cercano con una propuesta: Ya que tan útiles al
sistema habían demostrado ser esas orfebrerías, porque no devolverles algo de
agradecimiento al permitirles por ley prestar hasta diez veces sus reservas. La
ley se selló, y el hombre pudo volver a dormir tranquilo con su estafa
legalizada.
La moraleja de esta historia es que no todo
aquello que es ley es justicia, entonces pensemos en el Juez Griesa y preguntémonos:
¿Qué estamos haciendo discutiendo la legalidad del sistema bancario?
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