Capítulo II: La Revuelta

Mikon despertó pasado el mediodía. Sintió frío, y envuelto en las frazadas corrió a encender el fuego en el hogar. Los mareos y la languidez de estómago le recordaron que se había acostado borracho. La boca seca como una hoja de parra, necesitaba un refresco. Mikon exprimió un limón dentro de un vaso de agua y bebió. Se le sacudieron los rulos con el espasmo de acidez, pero cuando el gusto se deshizo en la garganta sintió bienestar en el cuerpo. Chasqueó un par de veces con la lengua y buscó la ropa para cambiarse. Por el olfato, reconoció que hacía rato que no lavaba la túnica. Olía a sudor y al cuero del abrigo, y se sentía pesada cuando se la echó sobre los hombros. Debajo de la cama encontró una bota y la otra en la cocina. Como un relámpago, el sendero de ropa que llevaba hasta la cama, le recordó que se había acostado con Mula, la odiosa hija del panadero. Sobre la almohada, descubrió una carta que leyó mientras naufragaba en la laguna de su memoria. La carta firmada por Mula, decía que muchas veces había soñado con esa noche, que quería repetirla, que nunca se había sentido tan mujer y que lo amaba; Mikon retrocedió hasta el punto de partida de la noche, para recordar qué había ocurrido. Estaba sentado junto al fuego de su casa, había bebido el último trago de cerveza (épox sin orquídeas) y salido con el convencimiento de que iba a declarársele a Lyafa. Tenía la esperanza de que esa noche sería "la" noche, sin embargo había despertado a la mañana con una carta de Mula. Desorientado, se cerró el abrigo de cuero y salió a caminar.
No se trabajaba en los días posteriores a la Celebración Cero, por eso las calles estaban desiertas. Mikon escuchaba el eco de sus pasos mientras caminaba, y veía por las ventanas a las familias reunidas para comer. Él era huérfano, su padre había muerto cuando él era un bebé y su madre, poco después, presa de un mal respiratorio. No tenía hermanos ni apego por sus primos, mucho más jóvenes que él. Vivía en un Kur (casa de madera con estructura cónica, comunes en todo Croetnia) de un solo ambiente y muy metido en el bosque. Su trabajo era cazar y mantener la línea defensiva contra los demonios - osos y jabalíes -, que merodeaban cerca del límite de la ciudad.
Mientras cruzaba el puente de camino a la plaza central, recordó que la noche anterior, Mula lo había acompañado hasta su casa. Él estaba sentado sobre una de las piedras del perímetro del Descampado, y ella lo levantó y lo obligó a caminar. Cruzaron por ese mismo puente, que ahora él dejaba para tomar el Paseo de los Fresnos hacia la plaza. Caminaba despacio, con la mirada en el piso cuando descubrió los restos de una rosa pisoteada. Instantáneamente, recordó que antes de sentarse a beber sobre la piedra donde lo había encontrado Mula, Lyafa lo había rechazado. Ella era la hija de un pariente de su tío, y en todas las Celebraciones Cero se sentaban en la misma mesa. Mikon la conocía de allí, y cada año iban a las montañas para esperar el amanecer juntos. No se habían besado, todavía. Esa noche, que al fin se había animado a demostrarle su amor, Lyafa le corrió la boca y le dijo que siempre lo había querido como a un amigo. Ahora lo recordaba bien, había sido antes del amanecer, después del ritual de las orquídeas, cuando todavía no estaba borracho.
Con la memoria reorganizada y la tristeza pegada a la piel, llegó a la plaza central, un círculo de adoquines con un farol en el centro, que ese mediodía parecía un hervidero. Mikon se sorprendió de ver tanta concurrencia y tanta agitación. Se escuchaban aplausos, abucheos y gente que vociferaba opiniones. Con curiosidad se acercó a la ronda, y le preguntó a un hombre qué había pasado. ¿¡Cómo, no estás enterado!? ¡Anoche, el último concejal, Partok, el jardinero, dijo que en el pasado fuimos un pueblo de cazadores! Mikon lo miró con indiferencia. Lo seguimos siendo, le dijo. El hombre resopló de fastidio porque no quería perderse una palabra del debate. ¡Habló sobre el origen! resumió, y volvió la atención a la asamblea. El jardinero no estaba en la plaza, pero un hombre de mediana edad, que Mikon conocía de vista, arengaba con fortaleza a la gente. “¡Tenemos derechos sobre esos pergaminos! El Concejo no tiene intención de divulgarlos, esperarán que el tiempo nos carcoma la memoria, y si es que todavía no lo hicieron, arrojarán el cofre por la cascada. No podemos esperar más, sino son sus hijos serán sus nietos, sus bisnietos o sus tataranietos, pero si no exigimos hoy, algún día nadie recordará que tuvimos en las manos el origen de Croetnia”, decía Kalo.
La audiencia dudaba entre aplaudir o abuchear, por eso el discurso se cerró con una ola de murmullos. ¿Por qué los concejales harían una cosa así? preguntó un hombre viejo, de nariz aguileña y cejas velludas. Kalo abrió los brazos y se rió. ¡No lo sé! Pero anoche tuvimos la prueba de que algo nos ocultan, dijo, y el hombre se rio con sorna. ¡No puedes tomar como prueba las palabras de un viejo pasado de épox!, contestó y Kalo se cegó de ira. Tuvieron que contenerlo entre cuatro para que el hombre se pudiera escapar. Todavía agitado, retomó la palabra: “¡El momento es hoy! Yo, Kalo, hijo de Aton y nieto de Bardar, voy a exigirle al Concejo la divulgación de los Pergaminos del Origen. ¿Quién me acompaña?, preguntó. La rigidez en la cara de cada croétnico, no dio lugar ni a los murmullos. ¡Yo!, gritó una voz que se ganó un espacio entre el gentío. Era un joven de rulos rojos, flaco, muy alto, que caminó con decisión hasta Kalo. Yo pienso acompañarlo, dijo Mikon y con ese gesto se atrevió el resto de la plaza. ¡Al Concejo!, bramó Kalo, y tras él la multitud.

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