La Lección

Era de día. El araño caminaba por una rama cuando olfateó en el aire el aroma de una hembra. La encontró sobre el pasto. Era joven, chiquita pero armónica, de pelo largo y negro como la noche. Se lamía las patas y se las pasaba por los ojos con erotismo. El araño empezó a bajar con lentitud. La madera del tronco le hacía cosquillas en las patas, pero él estaba atento, observando con todos los ojos. En un instante, el sonido agudo de la muerte le paralizó los miembros. Una avispa se aceraba a contraviento. Quieto, como una estalactita, miraba el aguijón afilado y a la hembra que intentaba escabullirse. Era muy negra para camuflarse y demasiado joven para reconocer ese defecto. La avispa bajó y sobrevoló el área donde estaba ella. Se quedó detenida en el viento, dudando, pero dio dos vueltas y se fue. Con precaución, el araño continuó el descenso mientras la araña, aterrada, seguía escondida bajo el pasto.

Cuando el araño llegó al suelo, la araña sintió la vibración y empezó a correr acobardada. El araño la dejó, sabía que no iba a llegar muy lejos. Caminó despacio, con aires de superado, mientras ella galopaba sobre la incomodidad del césped. Muerta de cansancio, él la alcanzó y pudo mostrarle que era un macho de su raza. Ella flexionó las patas, se lamió y caminó hacia una piedra que sobresalía del pasto. Él se acercó agazapado, arrastrando el vientre contra el piso, hasta que la vio tendida sobre la piedra. Bañada por el sol y segregando la baba de la tela, era el ejemplo que su instinto le ordenaba. Galopó con lujuria hasta la base de la piedra, pero antes de llegar a ella un líquido ácido le cayó del cielo y le quemó la piel, los miembros se le paralizaron y lentamente se le apagó la vida. La mujer tapó el Raid y secó las lágrimas de la cara de su hijo. Ya está, desapareció, no hay más araña, le dijo.

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