Ellos o Nosotros


Hace algunos días me preguntaron por qué era K, una pregunta de lo más sorprendente. Fui y sigo siendo reticente a enrolarme bajo alguna bandera, tal vez, como muchos de mi época, por una mezcla de miedo, desconfianza y desinterés. Mi conciencia cívica nace con la consigna de los "dos demonios" sobre la memoria del pasado reciente. A cada uno de nosotros les habrán contado una historia distinta, pero el consenso popular, lo que podríamos llamar opinión pública, rezaba que en Argentina se había dado un enfrentamiento armado entre el ejército – terrorismo de estado – y la subversión – terrorismo paraestatal -. Villanos contra villanos en una guerra que había deglutido miles de vidas inocentes. Eran recurrentes las historias de los Falcon verdes en los cuales hombres y mujeres eran "chupados" por el pecado azaroso de aparecer en alguna agenda equivocada. Ese discurso había tenido un efecto, que quién sabe si estudiado o no, resultaba en la demonización de la política. Se recomendaba, en sordina, cuidar a quién se le daba el teléfono, no frecuentar amistades peligrosas; el miedo, reactivado por los levantamientos carapintadas, persistió hasta el indulto. Yo tenía catorce años cuando Menem indultó a los jefes militares, y con ello dio por finalizada una época que yo, como muchos otros, no habíamos terminado de entender. Había madres y abuelas de pañuelos blancos que reclamaban por sus hijos y sus nietos, disueltos como una mancha en el tintero de la historia. Reclamaban por personas desaparecidas, pero nadie explicaba por qué habían desaparecido. Las ligas de Derechos Humanos imponían sus voces y enjuiciaban al ejército por prácticas de lesa humanidad, pero tampoco se decía qué idea era la que habían querido desterrar con la tortura. Así crecía yo, con un velo mediático sobre la mirada y la política como un mal necesario que obstruía el ejercicio económico. Después del indulto, pasado lo pasado, sobrevivió en lugar de la política una teoría económica pragmática, desideologizada, que señalaba al estado como un mal administrador y ponía en su lugar a empresas privadas. Los políticos de la época, los que tenían pantalla y en un segundo escalafón los que deseaban tenerla, habían sufrido un proceso de frivolización que sus críticos denunciaban tanto como los hechos de corrupción. La política, por aquellos años de mi adolescencia, era una profesión deleznable. La década del setenta, tan cercana que durante ella había nacido, parecía otra época del mundo, como los griegos o los romanos que me enseñaban en la escuela. Al neoliberalismo se lo llamaba progreso, pero cercano al fin de la década de los '90 el progreso resultaba tan ficticio como los discursos políticos. La deuda externa era un gran monstruo que nadie explicaba cómo había nacido, pero sus tentáculos alimentaban la desocupación, el ajuste y la pobreza. Muchos de mis amigos ahora viven en Europa como consecuencia de esa política, pero del descontento nació una nueva fuerza: El Frente Grande. La UCR, tras el desastre de Alfonsín, había disminuido su caudal político hasta realizar elecciones en las que no superaban el dígito. En ese contexto, un grupo heterogéneo de peronistas disidentes, socialistas y demás, sumaron a una misma cartelera que los ubicaba como la primera minoría de la democracia nacional. Sin un aparato político ni un proyecto definido que no fuera el de la "honestidad" como respuesta al modelo de la "corrupción", nacía una nueva fuerza. Para las elecciones presidenciales de la re-reelección, ese Frente se unió al alicaído Partido Radical en la búsqueda de un aparato sustentable para el proceso eleccionario. Surge la Alianza y De la Rúa como candidato, precio que el Frente debió pagar por una alianza estratégica para derrocar el menemismo. El voto castigo lleva al dirigente radical a ocupar el sillón de Rivadavia, y en pocos meses la Alianza empieza a desmoronarse. "Chacho" Alvarez, peronista disidente y vicepresidente de la Nación, es el primero en abandonar el proyecto y tras él muchos otros que no quisieron incendiarse. Después, la historia conocida: Cavallo, cacerolas, helicóptero, sucesión de presidentes interinos y la llegada de Néstor Kirchner al poder.
"Que se vayan todos" gritábamos en el 2001, un llamamiento a la anarquía entre personas para las cuales esa era una mala palabra. Insospechado, y estrictamente, inapropiado. "Que se vayan todos" era el balbuceo de un pueblo al que le habían arrebatado la política del discurso. No sabíamos cómo, qué pedir sino un cambio, pero con una buena cuota de azar el cambio sobrevino. Desde el año 2003 a esta parte recuperamos la memoria y la palabra política dejó de asociarse indefectiblemente al ámbito de la asociación ilícita. Hoy, tipos como yo que se criaron con el paradigma de que el estado no era una hipótesis necesaria, que su responsabilidad podía delegarse, entendemos que las riendas de un país las tiene que jalonar el pueblo. Sin embargo, y la más cruel de todas las paradojas, es que hoy muchos de los que salieron a batir las cacerolas defienden a los mismos que idearon el corralito.
¿Si soy K? No sé, pero el lema "Nunca Menos" lo entiendo como una prerrogativa a la soberanía nacional. Los que hoy se presentan como oposición son el Menos, ese menos de la despolitización, de la entrega del estado y de las recetas del FMI. Ese menos al cual nunca debemos regresar.

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