Capítulo 9: La Sugestión


La radio era negra, con rueda de dial y tierra acumulada en cada surco del parlante. La antena estaba partida y para que enganche una señal teníamos que ponerla sobre la mesada, apuntando hacia el cerro. Afuera la tormenta arreciaba de viento, las gotas de lluvia del tamaño de una semilla se estrellaban contra el vidrio de la única ventana. Dentro de la casa, la pava estaba en el fuego y las paredes se movían con cada ráfaga fuerte. Estábamos en la cocina, mi amigo y yo; muchos kilómetros al norte, Italia y Brasil jugaban la final del mundo. Era un partido absurdo en el cual el resultado ideal sería que ambos perdieran; uno por rivalidad regional, el otro por identidad futbolística. Estábamos solos porque dos de mis amigos, de esos que prefieren la complejidad de un auto a la simplicidad de una pelota, habían bajado al pueblo en el Subaru de Mike. La cancha estaba llena, anunciaba el relator por encima de la estática, y mi amigo sacó la pava del fuego para preparar el café. La cocina de la casa era como un comedor de refugiados, las paredes blancas azoradas por la tierra y cantidades de cosas tiradas en el suelo. Sobre una mesita de madera con la pintura saltada y un mantel de plástico, estaba el tablero de ajedrez.
- ¡No puedo creer estar hinchando por esos tanos de mierda! – decía mi amigo.
La avaricia del fútbol italiano era una injuria al arte de la pelota, pero no podíamos hinchar por Brasil. Como tantas veces, tragamos la hiel de considerarnos campeones morales y escuchamos la final de otros.
- Brasil no tiene arquero – dije yo, como si fuese el único jugador que importara.
Cuando empezó el partido, una ráfaga infernal se sobrepuso a la voz del relator. La puerta de chapa crujía como si la quisieran abrir desde afuera.
- Que nochecita… - dije yo, y recordé el terror de hacía poco más de doce horas.
Al final de cuentas habíamos logrado dormir, pero el susto perduraba. Aunque la luz del día alejaba los fantasmas, esa tarde de tormenta, soledad y el sonido metálico de una radio vieja, eran escenario ameno a los oscuros recuerdos inmediatos. ¿Qué habían sido esos pasos? Los habíamos escuchado con nitidez, eran pasos sobre la gramilla, pasos de alguien…o de algo. Mike, aquel día que viéramos la nave, nos había enseñado a defendernos contra los cuacs. Era un procedimiento poco heterodoxo y de dudosa etiología que consistía en imaginar una bola de energía blanca en el pecho, e irradiarla alrededor del cuerpo como si se tratara de un campo de fuerza. La llamaba "Campana", y mientras escuchábamos que Brasil tenía en un arco a Italia intentábamos hacerla. Cerramos los ojos e imaginamos la bola, en lo personal, cada vez que intentaba irradiarla me distraía y tenía que empezar todo de nuevo. Logré con esfuerzo llevarla hasta las piernas, pero como un trastorno obsesivo me quedaban los pies afuera. Suponía que esa parte del cuerpo, por lo general poco reconocida, era importante por el contacto con el suelo, así que hice un esfuerzo más y logré cubrirla pero en el colmo de la ingeniería etérica sentí que se me destapaba la cabeza. Estaba sufriendo el síndrome de la frazada corta, como Brasil que de tanto atacar se exponía al contraataque. Fue una llegada esporádica de los italianos, pero alcanzó para que nos desconcentráramos y olvidemos el intento de campana.
- Igual, para mí que nos comimos la cabeza anoche – dije un poco por frustración.
Si un lugar en el mundo facilitaba el acceso a la sugestión, ese era Capilla.
- Pero los pasos los oímos… - dijo mi amigo.
- Y la luz roja que disparó el viento, también… - agregué yo.
La relación de causa y efecto entre la luz roja y el viento era forzada, lo sabíamos, pero hasta que esa nave apareció en el cielo la noche era un remanso y la primera ráfaga había aplastado el fuego como si soplara desde arriba. Pero seguían siendo los pasos, esos sonidos sin cuerpo, acechantes, el motivo del horror. No habíamos escuchado nada parecido hasta ese día.
- ¿Para vos qué eran? – preguntó mi amigo, y me hubiese encantado responderle que "nada" y sonar sincero.
Los principales sospechosos eran cuacs o grises. Los primeros, por su naturaleza inmaterial tenían menos probabilidad que los segundos, aunque si pudiéramos elegir preferiríamos esas almas errantes a los extraterrestres grises a quienes no les caíamos en gracia por nuestra amistad con sus enemigos blancos.
- ¿Italia o Brasil? – fue la pregunta retórica de mi amigo para escoger entre dos villanos, cuando terminaba el primer tiempo de la final. El partido seguía cero a cero y el arquero de Brasil no se había mandado ninguna.
Haber deseado que la presencia fuera la de un fantasma como el menor de dos males, no es algo común. Para distraer la cabeza durante el entretiempo iniciamos una partida de ajedrez, pero al poco tiempo desistimos. El viento arreciaba y nuestra atención no estaba puesta en la partida. Afuera, todavía rondaba una sensación de escalofrío. La sugestión era nuestra mejor aliada, pero llegamos a la comprensión de que no funciona como consuelo. La idea de sugestión mientras transcurre el evento temible se convierte en negación, lo cual perturba aún más el estado de las cosas. Decir "esto no está pasando" o "estamos imaginando cosas" cuando el oído capta sonidos, no hace más que intensificar la sensación. ¿Pero qué pasa cuando no hay examen de conciencia que verifique la presencia de un agente aterrador? Lo mismo, la sugestión sigue siendo un mal consuelo. Esa tarde comenzaba el segundo tiempo en una radio que cada vez se oía peor, los nubarrones oscurecían el cielo y el viento pegaba contra las paredes de una casa precaria rodeada por el monte.
- Espero que a estos pelotudos no se les ocurra asustarnos – dijo mi amigo, y agarró la cafetera.
Los que habían bajado en auto volverían caminando, y si pensaban hacernos una joda se iban a comer un cafeterazo. Ni siquiera se me ocurrió oponer resistencia, es más, estuve de acuerdo y me armé con un cenicero de bronce. El resto del partido lo escuchamos en silencio, con la atención flotante sobre la pelota y los ojos puestos en la puerta, en la ventana, la puerta de la habitación y en las paredes. Aquello que nos atemorizaba no necesitaba una abertura para ingresar.
- Qué no sean pelotudos… – dije yo, porque lo que al principio era algo leve se había convertido en un ambiente de tensión. Sinceramente deseaba que no quisieran hacernos una joda, porque sabía que mis nervios no iban controlar mi mano armada con el cenicero.
Las nubes se agolparon y se hizo de noche. Lejos, para el lado del cerro, se escuchó un grito de cuac. La radio contaba que al final de los noventa minutos, Italia y Brasil habían terminado cero a cero. Era lo último que nos importaba. Sobre el rumor de la tormenta escuchamos afuera las voces de nuestros amigos. Se venían riendo y ese buen humor, como un sortilegio, despejó la pesadez en el interior de la casa.
- ¡Qué bueno que no nos hicieron una joda! – les dije con alivio.
- Lo pensamos – contestó uno de ellos – pero nos pareció que no daba…
- ¡Se salvaron cagando! – gritó de atrás mi amigo, que todavía cargaba la cafetera.
Brasil salió campeón por penales y el arquero fue figura. No hubo heridos en el camping.

2 comentarios:

  1. muy buena prosa, me gusta mucho esta historia, deberiamos hacerla un corto

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  2. Ayyy dios mio!! Leo estas historias y el miedo me acompaña. Al igual que la buena inspiración, en cualquier momento va a brotar un nombre y el anonimato que nos mantenia impunes va a ir cayendo lentamente...

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