Era el objetivo primordial de todos los alumnos avanzados de la escuela primaria, hacer sonar la campana de la iglesia antes de entrar el primer día de clases. La escuela era laica, pero estaba sobre una ochava que se comunicaba por un pasillo peatonal con el patio de la iglesia. Nadie sabía cuándo había comenzado la tradición, ni quiénes habían sido los primeros en hacer sonar la campana, pero todos los años (o casi todos) cuando la muchedumbre de madres y guardapolvos blancos esperaban a que se abriera el año lectivo, se escuchaban campanadas profanadoras. En ciertas ocasiones el cura merodeaba el patio como un cuervo vigilante y era difícil arrebatar la campana, por eso había años en que, para desprestigio de los alumnos que empezaban séptimo, no se oía el tañido del bronce hasta bien entrado el ciclo lectivo. Existía un temor supersticioso alrededor de esos años que comenzaban sin campanas, pero el riesgo de ser descubierto era grande y si el cura vigilaba no había nada que hacer. Si bien, como se ha dicho, el colegio era laico, parecía haber una correspondencia disciplinaria entre la escuela y la iglesia. No hacía mucho tiempo, un grupo de alumnos que fuera descubierto por el cura en pleno acto de violación, había sido castigado por la directora una vez en la soberanía de la escuela. Era difícil saber si la correspondencia era ideológica, o simplemente una diplomática relación entre vecinos, pero yo había visto con mis ojos de cuarto grado cómo un grupo de alumnos del 7 “C”, pasó la primera semana de clases sin poder salir al patio en los recreos. Mi aula de aquel entonces estaba sobre el pasillo que conducía al patio grande, y durante toda la semana vi como esos cinco agachaban la cabeza y eran conducidos por la mismísima directora a Dirección. Se hablaba mucho de esa oficina, era el lugar temido a donde se enviaba a los alumnos que habían cometido una falta grave. Mencionar la palabra Dirección tenía el peso de una plomada en la laguna de amenazas que nos proferían las maestras, y en ese mediodía soleado que recibió mi primer día de sexto grado, recordé el castigo exagerado que habían recibido los mártires de séptimo. Pero no me importó, le comuniqué a Diego mi intención de que ese año fuéramos nosotros los que hiciéramos sonar la campana. En un principio no me creyó lo suficientemente osado y se rió de mi idea, pero yo insistí y logré persuadirlo. Se lo comunicamos a Pablo, a Fede y a Javier quienes en un principio, como Diego, dudaron de practicar la doble trasgresión de hacer sonar la campana siendo alumnos de sexto. El riesgo era doble porque una semana en dirección para un alumno de séptimo era el castigo posible de una misión obligada, en cambio nosotros seríamos el centro de las burlas si llegásemos a fallar, y de conseguirlo tampoco la tendríamos fácil. Los de séptimo no tomarían a bien ese arrebato de prestigio y de una manera u otra iríamos a pagar cada centavo de esa deshonra. Hubo dudas, y Fede que mencionó haber escuchado a los de séptimo advertir que estaba dando vueltas el cura. En esa Iglesia de la Sagrada Familia oficiaba un cura con fama de cascarrabias, un hombre retorcido de ideología de Opus Dei que no permitía los escotes ni las polleras cortas en su iglesia. Era no mayor que mi papá y usaba el pelo engominado. La sonrisa que les dispensaba a los feligreses cuando salían de misa era incómoda a su cara de vinagre que sostenía un par de anteojos de marco delgado. Había un exceso de pulcritud en el cura que miraba a los alumnos como si fuéramos bandidos, dignos de ser catalogados en la fila de los sospechosos. Ninguno de nosotros concurría a su iglesia ni a ninguna otra, no nos preocupaba la idea de Dios y salvo algunas excepciones ninguno había tomado la primera comunión. El cura era un personaje siniestro, como la directora pero sin el fondo de cariño que sale a relucir una vez que los años convierten a la escuela en un recuerdo. El cura, en cambio, era simplemente una instancia censuradora tal y como lo recuerdo hoy. Los cinco nos acercamos a nuestras madres para que supieran que estábamos juntos y no tuvieran la mala idea de preguntarse por nosotros. Para ellas el primer día de clases también significaba rencontrarse después del receso veraniego y a medida que íbamos superando las etapas de la escuela, menor era el interés que mostraban por nosotros y mayor nuestro grado de libertad. También eso nos jugábamos en la aventura, la confianza de nuestras madres. Bajamos a la calle para eludir el amontonamiento de la puerta, y una vez a la vista de pasaje peatonal volvimos a mezclarnos con la gente. El pasillo que comunicaba la ochava de la escuela con el patio de la iglesia era de lajas oscuras y transcurría a la sombra de unos paraísos que tapizaban el suelo con bolitas amarillas. Eran comunes las guerras de esa munición que en ocasiones enfrentaba a grados, divisiones u ocasionalmente a hombres y mujeres de un mismo curso. Pero en ese momento no nos interesaba el fruto de los árboles sino su sombra, un escondite para ascender hasta el patio de la iglesia sin ser descubiertos desde la ochava. Teníamos la excusa de comprobar la verdad en la noticia que nos había acercado Fede, pero contrario a sus dichos no encontramos al cura. En el patio de la iglesia los sonidos de la ochava llegaban diferidos, como un susurro lejano que era la música de fondo y el escenario que deseábamos conmover con nuestra obra. ¿Qué le explicaría su madre a un chico de tercero o cuarto grado que preguntara por qué habían sonado las campanas? El mero hecho de ser protagonista de algo que mereciera ser explicado, era una excusa suficiente para asumir el riesgo de hacer sonar la campana. Pegados a la pared, invisibles a las ventanas de la iglesia nos detuvimos en un rincón de sombra. Era la última escala que podíamos admitir sin que se evidenciara nuestro miedo. Repasamos con la mirada una y otra vez el mismo patio de baldosas rojas con la esperanza oculta de descubrir que el cura estaba vigilando. La campana estaba a dos metros de nosotros, entregada como un gigante dormido en el campanario de madera. Hubiese bastado cualquier excusa para que echáramos el plan atrás, pero la soledad y el silencio del patio no nos permitieron ese lujo. Se puso en juego el honor, la vergüenza, por primera vez nos estábamos midiendo el pito. El huevo de la serpiente se estaba descascarando, pero había sido incubado más temprano, cuando nos rencontramos en la ochava de la escuela. Tres meses sin vernos permitió que apreciáramos el “estirón” que habían sufrido. El que no había crecido en altura, tenía sombra de bigote o pelos en las piernas o le había cambiado la voz; y también estaban las mujeres, esas cohabitantes del aula a las que si uno les hablaba era acusado inmediatamente de “mujeriego” o “mariquita”, que también habían crecido. Laura, Patricia, Giselle, Juliana, todas tenían un vuelo distinto en el guardapolvo, y a diferencia de nosotros que seguíamos siendo los mismos pero en envases más grandes, la maduración de la mujeres se evidenciaba en el peinado y en algunos casos una sombra de maquillaje. Estábamos compitiendo por las mujeres, aunque fuera inaceptable, nos importaba que nos pensaran viriles, que supieran que habíamos sido nosotros los que profanaron el campanario de la iglesia. Ninguno de los cinco estaba dispuesto a dar un paso atrás, relegar el atractivo y aceptarse inferior frente a los competidores/compañeros. Javier, astutamente, se ubicó en el plano de una formación de compromiso y asumió el rol de “campana” en el sendero de los paraísos. Los cuatro que quedamos sentimos envidia por su ingenio proactivo, pero también alivio de sabernos con un par de ojos en la espalda. Martín fue el que dio el primer paso para allanar las baldosas que nos separaban de la campana, con la urgencia de un buzo que sale a flote después de haber mantenido la respiración y el resto lo seguimos instantáneamente para licuar su liderazgo en el menjunje de lo incomprobable.
- ¡Apuren que ahí vienen los de séptimo! – gritó Javier con el volumen de un susurro.
El corazón me golpeaba el pecho como si acabara de bajar de la montaña rusa. La piel de la campana era rugosa, fría y resquebrajada.
- ¡Dale! – nos volvió a gritar Javier con nerviosismo.
Me temblaban las piernas y el deseo de volver adonde estaba mi mamá era insoportable. Seguramente estaría preocupada, ya le habría preguntado a alguien si me había visto, estrían buscándonos en la ochava, todo el mundo nos iba a acusar.
- ¡Vamos! – insistió Javier con desesperación y pudimos escuchar las voces de los de séptimo.
Alguna vez me habían contado la historia de un hombre que levantó un auto por la desesperación de ver a su hija atrapada, en un origen parecido rescatamos la fuerza para inclinar la falda de bronce y dejarla caer contra el badajo. Las campanadas sonaron como el infierno y yo corrí, no volví la cabeza para ver si nos seguía el cura, los chicos de séptimo o si el cura los había atrapado a ellos, corrí por el pasillo en dirección opuesta de la ochava y seguí corriendo por la calle del correo. Como nunca, sentí que el alma estaba en mis piernas y que el espacio y tiempo entre la iglesia y la esquina no se correspondían con la realidad. La hermandad se había convertido en un sálvese quien pueda, un par de ojeras de caballo que apuntaban a la esquina como si el mundo se resolviera en esa fuga que había que alcanzar antes de oír el grito acusador. Tomé la curva con la estabilidad de un coche deportivo y fue como si rompiera una cinta imaginaria en una pista de atletismo, Fede, Javier, Pablo y Martín estaban conmigo, una sonrisa grande que ocupaba todas las caras y el jadeo para recuperar el aire que habíamos perdido en el sprint. Un castigo ejemplar podía encontrarnos a la vuelta de la esquina, la ochava debería ser un infierno y nosotros no estábamos allí para defendernos con mentiras. Pero estábamos orgullosos, como el peinado de las chicas, subjetivamente empezábamos a crecer.
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