La sombra que cubría casi toda la laguna, desde el punto de vista del dragón era más grande que la montaña. El atardecer era el momento mágico donde todo se transformaba, las sombras parecían más grandes que los objetos, el cielo descubría sus estrellas y la vesícula de fuego sustituía el calor de las escamas. Sintió el cosquilleo en la panza del cambio de sistema y se acostó en el pasto para disfrutar de la noche. Echó humo por la nariz, no porque necesitara eliminar monóxido sino porque le gustaba observar las volutas. Sacudió las alas para liberar el primer calor y volvió a pegarlas al cuerpo, fue entonces que sintió los tres pinchazos en el lomo. Se dio vuelta enceguecido de dolor y vio la sombra de tres humanos que se escabullían en el bosque. Quiso levantar vuelo para perseguirlos, pero un sueño artificial le nubló la mirada y le venció las rodillas. Cuando despertó, un sopor agudo le atormentaba la cabeza. El reflejo térmico le exigía que sacudiera las alas, pero no podía canalizar el esfuerzo. Sentía el cuerpo desconectado de la cabeza, como si fuera de otro dragón. Estaba acostado sobre un jergón incómodo que se le incrustaba en las escamas del vientre. El mundo le ingresaba a cuentagotas por los ojos, pero el clima era lúgubre y el aroma malsano, con exceso de azufre. Sintió un peso extraño alrededor del cuello, algo que no le pertenecía y el pavor le inyectó vida, los vidrios de la niebla estallaron en sus ojos de serpiente y el sopor se disipó como las volutas de humo en el aire. Estaba en el fondo de una caverna, acostado sobre un colchón de piezas de oro como si hubieran desangrado una montaña entera para convertirla en parásitos dorados. En el fondo de la caverna una hendija de luz le señalaba la salida, el dragón agitó las alas y voló para escapar a la tortura pero el peso que le afectaba el cuello le dio un tirón en la garganta y lo obligó a flotar. Una cadena de eslabones de hierro lo mantenía unido a la pared de la montaña. El dragón tiró de la cadena pero no pudo romperla, y con el espasmo doloroso que significaba arrojar fuego por la boca trató de derretir el hierro. Los labios se le llenaron de ampollas pero el hierro ni siquiera cambió de color. Lo habían atrapado.
Marcial se despertó con el ruido de la puerta. Todo pasó en un segundo, la mano que le apretó la boca para ahogarle el grito, los soldados llevándose a su mujer y a su hija, y el golpe en la cabeza que lo dejaba inconsciente. Despertó en una celda fría, penumbrosa y húmeda junto a otros tres campesinos. Marcial se tocó la cabeza y sintió la costra de sangre pegada en el pelo. Estaba mareado y le dolía el golpe en la cabeza. Sus compañeros de celda lo miraban sin interés.
- ¿¡Dónde está mi mujer!? ¡¿Mi hija?! – preguntó Marcial, y su plegaria fue un eco en el vacío. - ¿¡Dónde están!? – gritó, y sirviéndose de la pared como apoyo se acercó a uno de sus compañeros. - ¿De qué se nos acusa? – le preguntó a un muchacho rubio, algo más joven que él, que le atinó una sonrisa desencantada. - ¿¡De qué se nos acusa?! – repitió Marcial y lo arrebató de la solapa.
- No se nos acusa de nada – le contestó el rubio como si le hubiera dejado de importar la vida – Fuimos reclutados para robar el tesoro de Ajuar.
Marcial seguía sin entender. Le preguntaba por qué, quería saber de su mujer, de su hija, alguien que le diera alguna explicación y zamarreaba al joven como si fuese el dueño de las respuestas. Otro de los prisioneros, un hombre mayor que ellos, de pelo largo y canoso, lo tiró al piso de un empujón. Marcial sintió vértigo y un dolor agudo donde los soldados le habían dado el golpe. Se calmó sin que se lo pidieran, y el hombre que lo había empujado le explicó que el tesoro de Ajuar era un anhelo de la princesa, que ellos habían sido reclutados porque el príncipe no quería perder soldados en un capricho de su mujer. Marcial pensó en reclamar justicia, quiso gritar, pero se dio cuenta que sería inútil. Miró los ojos desanimados del rubio y sintió un espasmo en el pecho que transformó esa mirada en un espejo de la suya.
- Si traemos el tesoro, liberarán a nuestras mujeres y a nuestros hijos– agregó el otro prisionero, un joven robusto, de barba tupida y vozarrón de toro.
Los días para el dragón se hicieron largos, idénticos y silenciosos. Una vez al día le llovía el cadáver de un cordero para que se alimentara y solo esa hendija en el fondo de la cueva era su pantalla del mundo. Había aprendido a descubrir el atardecer en las sombras, el momento transformador donde esperaba el milagro que nunca ocurría. Soñaba despierto que sobrevolaba la laguna, que mojaba las garras y las puntas de las alas en un vuelo rasante. Extrañaba el brillo sol, las formas de las montañas, el aire del bosque, la levedad de las mariposas, el aroma de las flores, el ruido de la cascada, la suavidad del pasto y el canto de los jilgueros. ¡Lo único que posee un dragón es su libertad! Le habían quitado todo. Las escamas del vientre se le habían endurecido por el contacto con el oro, pero el cuerpo lo sentía débil. A la hora que la luz de la hendija señalaba el amanecer, aprovechaba para ejercitar las alas y volaba en círculos por encima del montón de oro. Le costaba creer el trabajo que se habían tomado los hombres simplemente para torturarlo. ¿Por qué a él?, se preguntaba. Los dragones tenían un temor instintivo a esa raza que compartía sus pensamientos mediante el uso de la voz, le huían a los humanos, pero él no había sido precavido y ahora sufría la tortura de oro y soledad. Se acostó en su lecho y cerró los ojos, soñó que el grillete estallaba en mil pedazos, que volaba hacia la libertad pero se estrellaba contra la hendija.
Marcial caminaba al frente junto a Bruto, el joven con voz de toro. Atrás, no muy lejos, venían los otros compañeros de celda, Clelio, el de pelo canoso, y el rubio que se llamaba Valerio. Los cuatro tenían armas, víveres y gozaban de buena salud. Caminaban por un valle alfombrado de lavandas, a pocos kilómetros de una aldea de pastores. El rubio se retrasó en la fila y aprovechó un momento de distracción para huir a la carrera. Le sacó buena distancia a Clelio que era el menos atlético de los cuatro, pero este pidió la ayuda de Marcial y de Bruto que corrieron y tumbaron a Valerio. Un desertor disminuía las probabilidades de recuperar el tesoro de Ajuar, además de alentar a los otros a imitarlo y condenar a sus mujeres y a sus hijos. La esposa de Bruto estaba en el quinto mes de embarazo cuando fueron secuestrados, y antes de partir, sus captores le habían dicho que si no volvía con el tesoro violarían a su mujer, y si su hijo fuese varón limpiaría las letrinas en el campo de batalla y si fuera mujer trabajaría de prostituta en la cárcel de la ciudad. Bruto fue el primero en llegar hasta Valerio, y una vez tumbado lo golpeó en la cara hasta que la sangre y la hinchazón le deformaron las mejillas y las cejas. Clelio otra vez lo defendió quitándole a Bruto de encima, y se encargó de atarle las manos y obligarlo a caminar delante de su vista. Valerio lloraba con la desesperación de los condenados, amaba a su hijo y a su mujer pero más amaba la vida, la música, las tabernas y las putas. Estaba dispuesto a sacrificar todo por una nueva vida para él, pensaba que rescatar el tesoro era una empresa imposible, que se estaban inmolando inútilmente, que tenían más posibilidades de recuperar a sus mujeres desertando que enfrentando al dragón. Bruto se adelantó para no escucharlo y Marcial sostuvo la inercia que lo mantenía en camino. Afilaba la jabalina con el canto de una piedra mientras oía el llanto apesadumbrado de Valerio. Envidiaba el desprendimiento del rubio, él no desertaba por culpa, no poseía esa determinación que Bruto interpretaba en Valerio como un acto de cobardía. Para Marcial el cobarde era él, que caminaba hacia la muerte por la penosa diatriba de hacer siempre lo correcto. Hablaba mucho con Clelio, un sacerdote sin sotana ni burocracia, que lo escuchaba por piedad. También Marcial lo oía, su vida, una desdichada actuación en un papel que no quería interpretar. Su cuna pobre de campesinado le había impedido abrazar el sacerdocio. Para Clelio matar al dragón, recuperar el tesoro de Ajuar era la aventura que había esperado toda la vida. Sabía que él y sus compañeros eran la excusa del príncipe, cuatro cadáveres para echarle en cara a su mujer a la hora de sopesar sus caprichos. La misión del príncipe era una mueca del destino para Clelio, en el peor de los casos un pasaje a la muerte en condiciones de dignidad. Con matices, también Marcial se identificaba con él. Tampoco le gustaba su vida, ese incesante porvenir de la rutina, las jornadas en el campo y el cansancio que le vencía los párpados en los escasos momentos en que se podía relajar. Recordaba su infancia en el campo, las semillas blandas que su papá le enseñaba a desechar, la bendición del agua y las noches de invierno con un cuenco de sopa a la lumbre del fuego. Tampoco tenía el valor de Clelio para aceptar que su vida adulta le era incómoda, una risa forzada para engañar a su familia y la soledad deseada, abrumadora, el gesto doliente con que cosechaba las espigas de trigo. Marcial buscó consuelo en la compañía de Bruto. Era un hombre que derrochaba entusiasmo, pasión, aunque si se lo miraba con “ojo de dragón” era un niño asustado que utilizaba la ignorancia como fuente de optimismo. La imposición de lo correcto era para Bruto la verdad incuestionable en la que se resolvía la vida, sin preguntas, sin reflexión. No tenía una estrategia para robar el tesoro o matar al dragón, simplemente pensaba en su mujer y en el hijo que debería estar naciendo en algún calabozo del principado. Amaba su vida perfecta, como un buey ama el arado que le asegura el techo, la comida y el arcabuz del granjero que aleja a los predadores. Pensaba recuperar su vida con el optimismo de un insensato, como si fuera un trámite hacerse del tesoro más codiciado de todo el imperio. Marcial demoró el paso y se alejó de Bruto para no empañar su dicha con un baño de realidad.
Recostado sobre el jergón de oro y con la mandíbula apoyada en sus patas delanteras, el dragón esperaba que asomara el sol. El ambiente destemplado de la cueva y el viento que arrastraba hojas y flores secas señalaban el otoño, la estación de año en la que a media mañana el sol coincidía con la estrecha abertura de la cueva. El dragón reflexionaba sobre la libertad, una condición de la que había gozado sin las pautas a la que estaba sometido el sol. Imaginó que también era cautivo de seres malignos, que había sido encadenado a la bóveda del cielo y estaba obligado a volar en círculos igual que él. Esperaba el turno de verlo con un aire de nostalgia, como si fueran compañeros de una misma pena. La extremidad redonda y luminosa del sol creció de la roca como si escapara de un eclipse. El dragón cerró los ojos para que no lo encandilara la luz y disfrutó de los rayos que le calentaron el hocico, los músculos entumecidos y las articulaciones doloridas. Le habían arrebatado la juventud, la inocencia y la alegría que recuperaba como un espejismo en esos minutos que lo acariciaba el sol. Sentía pena de no tener con qué devolverle el gesto a su compañero que ahora acaparaba toda la hendija. Pronto se iría y el cielo volvería pintarse de monotonía celeste, el color que había adoptado como el signo de una muerte anticipada. El dragón, manso como todos los de su raza, se enfureció de impotencia mientras veía que el sol se retiraba de la hendija. Otra vez la soledad, ese péndulo eterno, inútil y agorero símbolo del tiempo que no pasaba nunca. Las alas le dolían, hacía mucho que había dejado los paseos matutinos, que había perdido la esperanza de reconquistar la libertad. Esperaba la muerte con la misma paciencia que esperaba el otoño para ver el sol. Un suspiro profundo expiró en dos columnas de humo que escaparon de la chimenea de su nariz, y sus ojos que seguían los fantasmas grises se detuvieron en la entrada de la cueva. Cuatro pequeñas siluetas cortaban el color del cielo.
Marcial se detuvo en la entrada de la cueva, Clelio juntó las manos y se las llevó al pecho en posición de rezo y Bruto le tapó la boca a Valerio para evitar que gritara. El dragón era una inmensa serpiente de piel naranja y ojos verdes que se levantó sobre el tesoro y extendió las alas. Una montaña de oro dormía bajo su vientre, el tesoro de Ajuar era el más grande de todos los reinos, una leyenda que ninguno de los cuatro parecía apreciar. Como la mayoría de los humanos, nunca habían visto un dragón. Se sintieron diminutos, vulnerables como una mosca en la tela de una tarántula. La fuerza de Valerio no era suficiente para escapar de los brazos de Bruto, pero su desesperación abrió una grieta. El dragón olfateó el aire y el sonido de su respiración llegó a los oídos de Bruto con la potencia de las olas del mar. Sintió ridícula su abnegación e injusto retener a Valerio, su desesperación era justificada, lo estaba obligando a morir. El estrago de la duda hizo que aflojara la mordaza que contenía a Valerio y el rubio, libre de las tenazas, huyó tan rápido como pudo. Clelio y Bruto intercambiaron una mirada, un silencio lleno de sentido en el que sopesaron su valentía. Sus armas eran un juguete frente a la bestia, la fe que había sido su compañera tanto en la celda como en el camino, se había disipado a la vista del dragón. Marcial volvió la mirada hacia ellos y observó sus caras de excusa, los brazos caídos con las armas apuntando al suelo en señal de abdicación al combate. Como una revelación, comprendió el alma de los hombres en la entrada de esa cueva, la hipocresía más vil, las palabras sin cuerpo. Clelio y Bruto esperaban de él una palabra cómplice que alivianara de culpa una decisión tomada, pero Marcial, con su jabalina en alto, supo en ese momento que sus dudas tenían más valor que las certezas, que su vida pequeña, llena de reproches y ensombrecida por la grandeza que imaginaba en otros había desaparecido.
- ¡Váyanse, no los necesito! – les dijo, y Clelio y Bruto se alejaron de la cueva con la rapidez de la vergüenza.
El dragón había desplegado las alas para liberar calor, imaginaba que habían venido a rescatarlo. Era una ilusión, un deseo, pero todo cambió cuando tres de los humanos se perdieron de su vista. La soledad había hecho de él un pensador rumiante. En el tiempo que llevaba encerrado no hacía otra cosa que pensar en el vacío, en la eternidad de las paredes grises, en una cueva donde solo podía decirse y contradecirse, argumentar y refutar, enjuiciarse y defenderse; la lentitud de un mundo que ingresaba a cuentagotas contrastaba con la velocidad a la que se movían sus ideas. ¿Qué nueva tortura estarían tramando? ¿Serían esos humanos los mismos que lo alimentaban y que a veces lo hacían enfadar? Nunca los había visto, la recámara desde donde arrojaban el cordero estaba salvada por una reja de hierro tan sólido como el de la cadena. Había intentado por todos los medios vengarse de esos desconocidos que en ocasiones le arrojaban agua hirviendo o llenaban de excremento su comida. Pensó que podían ser ellos, que le estaban tendiendo una trampa para hacerlo sufrir de una forma novedosa. El dragón volvió a sentarse sobre el montón de oro, expectante, simulando no haberlos visto. Después de todo, no podía esperar otra cosa que pena y dolor de los humanos.
Marcial, entregado a su destino, caminó a la vista del dragón. Sabía - en el pueblo se contaba -, que a pesar de su mutismo los dragones eran inteligentes, incluso más que los humanos y podían ver el alma de los hombres con la misma claridad con que se oyen las palabras. La verdad revelada en la entrada de la cueva, su dignidad frente a la hipocresía de los oradores, lo había sumergido en una nube de luz y de confianza. Imaginó que el dragón comprendería su alma pura, humilde, sincera y le permitiría vivir. No tenía nada que ocultar ni medios para acercarse de otra forma que no fuera recta y visible, entregado al poderío del dragón que cansado de aparentar no verlo, fijó la mirada en Marcial. Le pareció insignificante, incapaz de hacerle daño con esa jabalina que era a sus escamas lo mismo que las piezas de oro a las paredes de la cueva. Las pupilas estiradas, negras e hipnóticas del dragón penetraron las redondas y agitadas de Marcial. Dentro habitaba un hombre atormentado, con certeza de sí mismo pero espontánea y poco duradera. Un hombre al que le daba lo mismo morir que matar, que había perdido el eje de su balanza en la entrada de la cueva. No era digno de confianza, su espíritu se había desamarrado y ahora brincaba en polaridades azarosas dentro de un cuerpo blando, desguarnecido. Sin embargo, una luz de esperanza creció en el dragón. No confiaba en la bondad de ese hombre, pero si en la lotería de sus propias contradicciones. Tal vez, pensó el dragón, la suerte se detuviera en un casillero de caballerosidad y justicia y aquel insignificante humano se convirtiera en salvador. Marcial vio en el dragón la majestuosidad de la naturaleza, la inmensidad y la belleza de algo que era cierto, eterno, magnífico. Vio en el dragón lo que Clelio creía ver en Dios, pero este era un dios material, concreto y tan absoluto como el que relataban los párrocos de su iglesia. Era un ser digno, como él. Parado frente al dragón comprendió el sentido de la vida, aquel que había buscado en vano mientras segaba el trigal. El mundo, aquello que sucedía fuera de la cueva, había sido cruel; pero ahora Marcial había dejado de ser quién era, había conmovido al dragón que lo miraba con mansedumbre, que agachaba la cabeza ante él, ante Marcial el grande, el terror de los dragones que volvería a la tierra con el tesoro de Ajuar, que tendría un gineceo como los reyes de Babilonia, que sería inmortalizado en una estatua de bronce y recordado por trovadores, santos y bandidos como el hombre más grande que haya caminado bajo el sol. La suerte del dragón estaba en sus manos, ese ser que había inflamado de terror los cuentos de los abuelos, la barrera inexpugnable de la grandeza humana. Marcial apretó la jabalina y el dragón perdió la esperanza de volver a ser libre. No quiso mirar mientras lo pulverizaba con una bocanada de fuego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario