El Mago

Las paredes del cuarto no tenían revoque, el techo era de zinc, el piso de cerámica y en la pared que daba a la calle había una ventana con marco de madera. Era más bien oscura la habitación. Había un biombo japonés, un armario antiguo de madera lustrada, una alfombra persa y en la pared lateral, apoyada sobre una repisa, una mamushka de porcelana con la imagen de la virgen. Un catre con las frazadas sucias, un anafe chorreado de café y una mesa de madera que el inquilino usaba para tirar las cartas. Tánatos, además de hacer changas como plomero, era vidente. Cuando a la viuda que le alquilaba le hablaron de él, al principio se negó a aceptarlo. Decía que era muy católica para tener un tarotista en la terraza. Haydée se llamaba, y era una vieja que ocultaba las canas con tintura. La pieza tenía todas las instalaciones porque la había construido para su hija menor, pero desde que ella se había ido a vivir a Australia estaba vacía. Se había venido un poco abajo desde que Haydeé enviudara, pero mientras vivió su marido (y de eso hacía dos años) nunca le había faltado una mano de pintura. Romelia, una amiga de toda la vida, le recomendó que lo alquilara. Sabía que no necesitaba la plata, pero pensaba que le haría bien un poco de compañía. Su ahijada, la hija de Romelia, fue quien le propuso a Tánatos.
Lo había conocido un domingo en un puesto en Plaza Francia. Ella se había echo tirar las cartas, y sin que le dijera que estaba en un plan de ahorro, Tánatos le vaticinó que en la semana le saldría sorteado un auto. Ella pensó que era un chanta, pero como a los dos días la llamaron de la concesionaria, el fin de semana siguiente fue a la plaza a ver si lo encontraba. Llegó a la subida frente al Cementerio, pero en su lugar había un espectáculo de tango. Le preguntó a todos los puesteros, pero nadie supo indicarle donde encontrar al tarotista. Lo rastreó durante mucho tiempo, hasta que dio con una mujer que sabía su dirección. Tánatos vivía en Bancalari, en un galpón con agujeros en el techo y sin agua corriente. Hacía poco que se había mudado, le comentaron los vecinos del barrio a la hija de Romelia, pero pronto tendría que irse porque el dueño del galpón iba a vender. Ella empezó a ir seguido a consultar con Tánatos, y un día le ofreció mudarse el departamento de su madrina. “Es un tipo de aspecto raro, pero un pan de Dios”, le dijo a ella para convencerla. “Además, con un brujo en tu casa, te vas a enterar de todo el chusmerío del barrio”, fue su argumento decisivo, y gracias a él, hacía seis meses que el vidente vivía en la piecita. Él se sentía a gusto. Desde allí, se oía el campanario de la iglesia y se podía ver toda la cuadra hasta las esquinas.

Hacía frío esa noche. Tánatos, apoyados los codos en el marco de la ventana, fumaba un cigarrillo y miraba el farolito de la calle que se prendía y se apagaba según lo moviera el viento. Por la vereda, caminaba una mujer de anteojos negros. Movía rápido las piernas y llevaba los codos bien pegados al cuerpo. Como una tromba se metió en la casa de Haydeé, y Tánatos se acomodó el pullover.
- ¡Don Tánatos, vino Andreíta! - le gritó Haydeé desde abajo.
- Si, gracias. Dígale que cuando quiera suba - respondió él, aunque odiaba que le dijera “Don Tánatos”.
El vidente había cumplido cincuenta años el otoño pasado, era flaco como una espiga y se ataba las canas con una colita. Usaba siempre un par de mitones negros y a veces una boina gris. Para recibir a Andreíta, sacó el Whisky de arriba de la mesa, acomodó a un costado los libros que estaba leyendo y extrajo de una caja de madera las cartas de Tarot. El mazo estaba percudido y cada arcano tenía en el dorso dibujado un elefante. Eran pocos en comparación a otros mazos, porque él utilizaba solamente los veintidós Mayores para adivinar. Cuando escuchó pasos en la escalera se acercó a la puerta y abrió antes de que Andreíta golpeara. Ella tenía treinta y cinco años, el pelo rubio y la piel maltratada por la cama solar.
- ¡¿Cómo supo que llegaba?! - le preguntó con sus ojos verdes bien abiertos.
- La escuché subir por la escalera - respondió Tánatos, y le señaló con la vista los zapatos de taco alto. - Adelante - le dijo.
El cuarto olía a cigarrillo. Andreíta fue directamente a la mesa, y antes de sentarse colgó la cartera en el respaldo de la silla. - Es mala suerte apoyarla en el piso, ¿no? - le preguntó al vidente. - Así dicen - respondió con una sonrisita.
A Tánatos le faltaba un diente en el medio de la boca y tenía el bigote oscuro de fumar. Con poca elegancia se sentó, y empezó a mezclar las cartas. - ¡Espere! - le pidió Andreíta y le agarró las manos. - ¡Todo lo que me dijo la última vez se me cumplió…!
- ¡Qué bien! - respondió el vidente con cara de contento y Andreíta le dijo que, al final, no se había hecho el viaje. - ¡¿Se acuerda?! Mi marido, el que trabaja para IBM, que lo iban a mandar a Chile con su secretaria…
- ¡Si, claro! –- respondió Tánatos como si realmente le importara.
Andreíta pensaba que su marido la engañaba con su secretaria. La última vez, el vidente le había dicho que el viaje se cancelaba. - ¿Cómo lo supo? -– le preguntó ella por enésima vez, y Tánatos le respondió que no era él sino los Arcanos quienes sabían.
- ¡Siempre me dice lo mismo! –- puchereó Andreíta.
- Es la pura verdad - le dijo Tánatos y continuó mezclando la baraja.
Andreíta se puso los lentes de vista, sacudió la mano para alejar los malos espíritus y cortó. Tánatos levantó y mezcló de nuevo, apoyó el mazo sobre la mesa y dio vuelta la primera carta. Entre el pulgar y el índice sostuvo el Arcano VI.
- ¡El Enamorado! - gritó Andreíta.
Cómo un relámpago, Tánatos vio la imagen de un hombre joven, morocho, que la conocería a Andreíta en el tren y la seduciría para después estafarla. - El Enamorado - asintió, y sin que se le moviera un pelo, tiró la carta sobre la mesa. Como empezaba la sesión con tres Arcanos, sacó otros dos del mazo; “La Muerte” y “El Papa”, salieron. La primera carta le mostró que Andreíta moriría a los setenta años en la cama de un Hospital, y la segunda le provocó angustia. El Arcano del Papa siempre le provocaba angustia a Tánatos.
- ¿Y? - preguntó ella.
- Tenga cuidado con la gente que conoce en el tren -– le sugirió el vidente.
- ¿En el tren? ¡Pero si yo en el tren no hablo con nadie! - contestó Andreíta y dirigió la vista al mazo. No tenía ganas de escuchar el vaticinio de los tres Arcanos. - Quiero preguntar si mi marido me engaña - dijo, y cómo le había enseñado el propio Tánatos, sacó una nueva carta: “El Colgado”.
Tánatos la tocó, y vio al marido de Andrea atado al respaldo de una cama con su secretaria desnuda encima. - No, Andrea, quédese tranquila que su marido no la engaña - le dijo para complacerla -, pero esté atenta porque veo una mujer que lo busca - admitió.
- ¿Cómo es?
- Rubia, de veinticinco.
- ¡Es la hija de puta de su secretaría! - gritó Andreíta y dijo que era una reventada, que tenía quince años menos que él, que era soltera y que se vestía como un gato. La habían contratado para hacer una pasantía y su marido había pedido que la efectivizaran. - ¿Puedo preguntar por ella? - dijo, y sin que Tánatos le respondiese sacó otra carta del mazo: La Emperatriz. No esperó la interpretación del vidente. Habló pestes de la secretaria y de otras dos mujeres de las que estaba celosa. Hablaba sin parar y cada tanto le preguntaba a Tánatos si la estaba oyendo. Una hora se prolongó la charla; a él le daba pena interrumpirla y Andreíta hablaba hasta por los codos. Por último, llegó el momento de la pregunta secreta. Siempre, para terminar, Tánatos le decía que haga una pregunta en voz baja y le pida a las cartas que se la contesten. Esta vez salió La Carroza.
- No puedo decirle lo que pregunté, ¿no? - dijo Andreíta.
- Son las reglas - respondió Tánatos con calma.
La consultante le dejó sobre la mesa treinta pesos. “Mire que la semana que viene vuelvo”, le advirtió mientras cerraba la cartera y Tánatos la acompañó hasta la salida. Mientras Andreíta bajaba la escalera, él agarró los treinta pesos, se puso el sobretodo largo encima del pullover, la boina y cuando escuchó que Haydeé cerraba la puerta, empezó a bajar sin hacer ruido. Quería escabullirse de la viuda, pero ella lo esperaba en el living por donde obligatoriamente tenía que pasar.
- Venga, Don Tánatos. Comase algo antes de salir - le dijo.
Tánatos accedió, y sobre una silla de almohadón naranja, tomó asiento a la mesa de la cocina que era de fórmica, plegable y estaba cubierta por un mantel de plástico con dibujos de peras y manzanas. Haydeé había cocinado tortilla y quedaba más de la mitad. Mientras Tánatos comía, ella le sirvió un vaso de Terma.
- Pobre Andreíta - comentó -. Yo, que la conozco desde chiquita, le puedo asegurar que se podría haber casado con cualquiera. Era preciosa, pero eligió al hijo del Turco Sagarían y usted sabe como son los turcos. Tienen muchas esposas ellos, y la pobrecita Andrea sufre como una Magdalena por ese desgraciado. La verdad, no sé por qué no se separa… ¿Qué le dice a usted? - le preguntó al vidente.
Tánatos bajó la tortilla con un trago de Terma, y le dijo que, efectivamente, había preguntado por el marido pero que no podía decirle la respuesta de las cartas. Desde que el mago vivía allí, le había hablado muy poco sobre la intimidad de los vecinos.
- Usted nunca me cuenta nada… - le reprochó Haydeé, y después siguió hablando de Andreíta. - La pobrecita no se da cuenta, pero todo el barrio habla de las amantes del turquito. ¿Le sirvo más? –- le preguntó con la botella de Terma en la mano.
- No, gracias - respondió Tánatos que ya iba por la segunda porción de la tortilla.
- Está rica, ¿vio? Me la enseñó a hacer mi mamá. Ella era gallega, de Vigo, y decía que allá se hacen las mejores tortillas del mundo. Yo le pongo un chorrito de soda al huevo para que se haga más espeso; pero cuando ella era chica, en España, las yemas se batían a mano. Claro que en esa época los huevos no eran… ¿cómo se llaman los de ahora? Esos que hacen mal...
- Transgénicos - apuntó Tánatos.
- Eso, transgénicos. Mi mamá vivía en el campo y se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana para recolectar los huevos. Trabajaba tanto…
El vidente, ante la amenaza del cuento de la madre, apuró la tercera porción de la tortilla y se levantó de la mesa - ¿Un cafecito? - le ofreció Haydeé.
- No gracias, deje nomás. Me voy un ratito al bar - le contestó con su habitual sonrisa de compromiso.
Una vez en la calle, la helada húmeda y siniestra, caía desde el cielo oscurecido por la bruma. Tánatos llevó la mano al bolsillo interior del sobretodo y sonrió con el contacto agudo del cuchillo. La noche era magnífica para volver a matar.

1 comentario:

  1. Ja! Que barrio, Bancalari. Eichmann, Don Tánatos...vecinos ilustres, que le dicen.

    Excelente cuento, Guillote.

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