Capítulo 2: El Juicio


El ambiente tenía la pulcritud de un quirófano. Yo estaba desnudo – estimo que lo estaba porque una fuerza invisible me impedía levantar la cabeza -, acostado sobre una camilla helada. En la habitación había un ser bajo con una cabeza enorme, vestido con un guardapolvo blanco. Abrió una canilla y el agua descendió despacio, como si fuera más liviana o si allí donde me encontraba hubiese menos gravedad. Se lavó las manos y encendió la lámpara que iluminaba la mesa de operaciones. La campana que pendía sobre mi cabeza se llenó de una sustancia gaseosa, que además de iluminar emitía un calor insoportable. Era una minúscula reproducción del sol, con burbujas de llama naranjas y amarillas. Una cabeza alargada se interpuso entre la luz y mis ojos y a pesar del velo encandilado pude ver sus pupilas negras, puro órgano de los sentidos, que me estudiaba como si fuera un ser inanimado. De pronto, sentí que algo me aplastó el tobillo, cada uno de los pequeños huesos que lo componen se retorcieron bajo ese peso abominable. - Perdoná, boludo – se disculpó mi amigo, que me había despertado con un pisotón cuando quiso salir de la carpa.
Fui el último en despertar. El sol entraba por el respirador y era un cañonazo de calor que me apuntaba exactamente en el pecho. La amplitud térmica entre el día y la noche era grande para ese julio de Capilla, y cuando el mediodía pegaba sobre el abrigo de la noche el calor era mortal. Me puse lo primero que encontré en el revoltijo de la carpa, y salí como un mísil de ese invernadero de tela verde oliva. El sol estaba alto e iluminaba el cerro con el color de la arcilla. Mis amigos estaban reunidos cerca de los baños que era el único lugar donde daba la sombra, y a la llama de la garrafa preparaban café. Era un mediodía gobernado por el canto de los pájaros y la naturaleza muerta de los arbustos secos. Nos habíamos dormido tarde a pesar de que el frío nos había obligado a refugiarnos en la carpa y que el cansancio del viaje nos pesaba en los párpados. El viento soplaba fuerte afuera y sacudía la linterna que habíamos colgado en el parante de la carpa cuya sombra reflejada en el techo reproducía la forma de una hormiga. En la lejanía de la quebrada se escuchaban a lapsos regulares unos gritos inhumanos y detrás de la carpa se oía el crujido de las ramas. Uno de los cuatro logró dormirse, pero los otros tres nos quedamos pegados al respirador. Solo esa red de tela nos separaba del mundo siniestro que se disfrazaba en la oscuridad de la noche. Las ráfagas fuertes de viento estremecían la carpa y agitaban a la hormiga que se agigantaba sobre nuestras cabezas. Uno de mis amigos agarró la linterna de mano e iluminó hacia afuera por un agujero que tenía el entretejido. Delante de la carpa, a una distancia que calculamos entre 5 y 10 metros, se iluminó una forma blanca, como un tótem de poca estatura. No podíamos diferenciar los signos, pero brillaba como si tuviera luz propia. Mi amigo apagó la linterna y el tótem volvió a desaparecer. Esa forma aparecía solo cuando la iluminábamos con la linterna, y aunque estuviera bajo el aura de la bombita que había encendido Aarón, cuando le quitábamos nuestro foco desaparecía. Aarón no había retornado, ni Mike ni otro ser humano. La única compañía animada era las de esos gritos lejanos, de martirio, que a veces parecían moverse y volar hacia el pueblo. No era fácil dormirse y confiar al albedrío de la noche nuestra seguridad, pero con las primeras notas del amanecer nos venció el sueño y renacimos recién al mediodía.
Mientras tomaba el café quemado y servido como los presos desde la cacerola a un jarrito de metal, noté que aparte de nosotros había una buena cantidad de perros. Horus era el nombre de uno flaco, mezcla de varias razas con predominancia de bóxer, que actuaba como el macho alfa de la jauría. Era el perro de Aarón que, según contara mi amigo que despertara primero, había vuelto al camping antes de las diez. Habían mantenido una charla mientras nosotros tres dormíamos, de la cual había sacado en limpio que la ausencia del Expreso u otras naves se debía al juicio de Lucifer que estaba entrando en una etapa definitoria. Hacía mucho que Lucifer esperaba el juicio en algún calabozo estelar, y ciertos seres – como los grises – que eran partidarios, estaban en pie de guerra porque, al fin, el juicio estaba por comenzar.
- ¿Lucifer…Lucifer? – le preguntó uno de mis amigos.
- Si y no – respondió el otro, después de meditarlo y tomar un trago de café.
Lucifer, según un grupo de contactados de distintos puntos del planeta a quienes los extraterrestres les habían narrado la actualidad del Universo, era el soberano de una cierta cantidad de galaxias – entre ellas la Vía Láctea – que estaba preso por haberse rebelado ante Dios. Era el mismo Lucifer que todos conocemos, con la salvedad de que no era un ser sobrenatural sino que padecía la misma naturaleza que los extraterrestres que manejaban el Expreso, nosotros e incluso Horus, el perro de Aarón. El conserje del camping prefería no explicar estas cosas, según su propia confesión, porque las sabía de oído. Nos recomendaba esperar a Mike para conocer al detalle las peripecias del soberano Lucifer.
- De cualquier manera, va a ser difícil que puedan ver algo. La cosa está complicada, parece – nos adelantó mientras se acomodaba la gorra para que no lo encandile el sol que empezaba su descenso hacia el atardecer.
- ¿Va a venir, Mike? – le preguntó uno de mis amigos, pero Aarón se encogió de hombros.
- No sé si va a poder - respondió.
La tarde de sol y temperatura agradable nos invitó a recorrer las inmediaciones del camping. Cruzando el camino de tierra, un alambre de púas nos separaba de la extensión del monte. Cómo los púgiles que ingresan al cuadrilátero, el más ágil de los cuatro separó dos de los tres tensores y por ese espacio pasamos al otro lado para luego abrirle el paso a él. A pesar del invierno, el verde superaba al marrón y al amarillo en la copa de los árboles más altos y los arbustos mostraban su vitalidad en las espinas maduras que se agarraban a la tela de los buzos. Era difícil avanzar porque la maleza hiriente era cerrada, y en algunas zonas las ramas anudadas de los árboles impedían caminar. Después de unos rodeos cuidadosos para no perder la orientación, llegamos a un arroyo seco. La piel de la tierra mostraba sus escamas de sequía por un corredor largo que se perdía en lo profundo del monte. Grandes piedras caídas de la montaña en otro siglo, mostraban la silueta redondeada de la antigua corriente de un río. Hoy eran un altar desnudo en territorio de los tábanos, donde aprovechamos para descansar y fumar un cigarrillo. Los tábanos son moscas grises de dimensiones extraordinarias, con un poder de picadura que está en el punto intermedio entre los mosquitos y las abejas. Emiten un zumbido molesto que no es necesario para escucharlo, que el invertebrado merodee en las cercanías del oído. Los tábanos son una amenaza visible y audible, que espantamos a los cachetazos mientras esperábamos recuperar el aliento del calor. Una vez culminado el cigarrillo, nos alejámos pronto de ese cauce maldito y retomamos el paso en dirección al camping. A uno de mis amigos lo había picado un tábano y se rascaba con la profusión de un insulto. Notamos que el camino de regreso no era el mismo que el de ida por el tronco caído de un árbol que tuvimos que sortear. Perderse en aquel lugar era imposible porque el terreno descendía hacia el cauce del arroyo, por lo tanto siempre que ascendiéramos estábamos bien encaminados, aunque no sabíamos a qué altura del camino íbamos a salir. La brisa de la intemperie no corría en la densidad del monte y el calor era asfixiante, pegajoso, un vaho que aunque no se podía tocar se sentía como pesadumbre sobre el cuerpo transpirado. No queríamos sacarnos el abrigo por temor a los tábanos, y aunque estábamos en ascenso ninguno de nosotros veía el alambrado. El aroma era el de la vegetación seca, no había flores en todo Capilla que perfumaran el aire pero se olía limpio, con la riqueza de lo natural. Esquivamos con precisión un arbusto de espinas grandes que nos arrinconaba contra un barranco, y cuando emergimos observamos una pequeña construcción de ladrillos blancos condenada desde haría varios años al estándar de una ruina. Era, con la ayuda de la imaginación, un cuarto de 2 x 2 con un hueco de ventana y solo dos paredes en pie; una que caía en una diagonal desde su punto más alto hasta el más bajo que coincidía con la línea del suelo, y la otra, sobre la que descansaba el hueco de la ventana, sobrevivía apenas hasta el borde superior de la misma. No había techo ni pruebas de que alguna vez hubiese habido, y el suelo era de tierra apelmazada sobre la cual no crecía la maleza. El ambiente, dentro de esas paredes semi-imaginarias, era fresco y libre de los tábanos, un pequeño oasis de sosiego que nos permitió sentarnos y fumar un cigarrillo resguardados por la paz de unas paredes que aunque no existstían como tales parecían cobijar. Con una sensación absurda de respeto nos sentamos, y fue uno de mis amigos que, ubicado en el hueco de la ventana, prendió un cigarrillo. Dentro de esa construcción habitaba la belleza del desgarro, del conjunto de la empresa humana y de la fuerza de la naturaleza. En cada ladrillo con la pintura corroída, en cada musgo que se aferraba a las paredes caídas se estampaba la belleza de lo perecedero y de lo eterno. Mi amigo soltó la bocanada de humo, y dos de los tres que estábamos sin fumar encendimos un cigarrillo. El cuarto, que no fumaba, escaló por los ladrillos de la pared que simulaba una escalera.
- Estamos al toque del camino – nos informó cuando bajó.
El canto de los pájaros se imponía al zumbido de los tábanos en esa habitación atemporal, y había un tufo de humedad que recordaba al de las casas viejas. La sensación de irrealidad de estar sentado en una ruina, se sumaba a la noticia de que no podríamos observar naves extraterrestres por culpa del juicio a Lucifer. En una elucubración prolongada, que incluía a los planetas, las estrellas y otros astros regulares, llegamos a la conclusión de que cualquier individuo humano es tan insignificante como la ceniza que acababa de caer del cigarrillo de mi amigo. Éramos cenizas que en el tiempo entre el desprendimiento del pucho y el encuentro con la tierra, intentábamos deducir si existía la vida por fuera del planeta.
- Qué cagada, no, justo que venimos nosotros nos encontramos con este quilombo – dijo uno de mis amigos, mientras el golpe de verdugo de su dedo índice separaba la ceniza de la brasa para volver a pitar.

1 comentario:

Buscar este blog