Capítulo 5: El Tablero de Ajedrez


La mañana posterior al avistamiento volví a ser el último en despertarme. Estaba fresco y la poca intensidad de la luz no penetraba las paredes de la carpa. Cuando me afirmé para levantarme, sentí en la palma de la mano la muerte líquida de un par de hormigas. Abrí el cierre de la puerta para que ingresara luz, y efectivamente una autopista de hormigas negras corría dentro de la carpa. Saqué afuera todas las que pude, y cerré con cuidado para que no volvieran a entrar. En el búnker cerca del baño, alrededor de la garrafa, desayunaban mis amigos.
- ¡Cómo van a usar el mate de cenicero…! – escuché que se quejaba el no fumador, mientras limpiaba el mate con la presión de la manguera.
- ¡Pero qué importa, si total tomamos café! – le respondía uno.
Cuando llegué a la ronda, el que lavaba el mate sacó la vista del chorro para mirarme a la cara.
- Son unos pelotudos – me dijo -. Hasta un habano se fumaron.
Según la contabilidad de los fumadores, habíamos consumido quince cigarrillos y un habano (contribución involuntaria de mi viejo), durante el transcurso de esa noche. Pero ya era el mediodía, un mediodía fresco y de resolana. Aarón, debajo del alero del quiosco, jugaba una partida de ajedrez contra un pelado.
- Copado, el chabón – nos dijo el que se había levantado primero. – Pasó la noche solo en el monte para experimentar el miedo.
- ¡Un valiente, el "Buda"! – expresó uno de nosotros, y le quedó el apodo.
No recuerdo el nombre del Buda pero si su cara de luna sonriente, con ojos grandes y azules. Tenía la voz aflautada, estiraba las consonantes para fortalecer sus argumentos y movía delicadamente los dedos para deslizar las piezas blancas sobre el tablero de ajedrez. A su derecha, el cementerio de negras mostraba entre una buena cantidad de peones a la reina, los caballos, las dos torres y un alfil. Del lado opuesto, los caídos eran apenas un par de peones y los caballos. La reina blanca había ganado la última línea de la defensa negra, y una torre y un alfil se cuadraban para dar el jaque mate. Aarón, obstinado, peleó hasta la última jugada para derribar al rey.
- ¿Alguno quiere jugar? – nos preguntó el Buda.
Era unos años mayor que nosotros y su paz interior intimidaba. Estaba vestido con un pullover marrón que le quedaba inmenso, pantalones bali de rayas verticales y unos borceguíes gastados. No fumaba, no tomaba alcohol ni comía carne. Uno de nosotros tomó el lugar de Aarón, el Buda se llevó a la espalda las reinas de ambos colores y le presentó los puños para que eligiera. Mi amigo jugó con blancas y adelantó el peón del rey.
- El miedo es un estado mental, no existe afuera – dijo el buda, en una conversación que continuaba con mi amigo que se había levantado temprano.
- ¿Cómo qué no? – se metió uno de los que estábamos parados.
- ¿Qué culpa tienen las arañas de la aracnofobia? – escupió el Buda con todo el peso de la retórica, mientras sacaba un caballo para amedrentar al peón.
- El miedo es un instinto – opinó mi amigo, mientras prendía un cigarrillo.
- Desde que se inventaron los zoológicos se acabaron los instintos...
- Existe el miedo a otros humanos, también.
- Por eso me fui a experimentarlo al monte, para saber cómo era en estado puro.
- ¿Y?
- El miedo primitivo dignifica – dijo el Buda, y sobre el tablero mi amigo cedió la iniciativa para defender al peón amenazado.
En un tornado de ladridos, gruñidos y quejidos de cachorros, la jauría de Horus cruzó todo el terreno en busca del plato de comida que le había tirado Aarón. Los grandes llegaron primero y se disputaron los pedazos con el alma entre los dientes. Horus corrió a un macho de pelo largo y pintitas, pero eran los cachorros los que desde su inocencia, lo desafiaban. Cada vez que el padre corría a uno, el resto aprovechaba para robar. Era un equipo inexperto pero efectivo que contaba de cinco miembros, repasamos el cálculo varias veces y efectivamente eran cinco. El cachorro que la tarde anterior agonizaba en una palangana de plástico, ahora corría junto a sus hermanos.
- Pasan cosas raras en Capilla… – insinuó mi amigo, que en el intento de retomar el control de la partida, cambiaba alfil por caballo en la plaza central del tablero.
- Lo raro de la experiencia humana nunca está afuera – respondió el Buda, y por el hueco que había dejado el alfil filtró uno suyo para comerse a la reina.
- ¡Que pelotudo! – se reprochó mi amigo.
- Todo está en el conocimiento interior – le aconsejó el Buda.
Algunas movidas después, mi amigo le evitó a su rey una persecución embarazosa y lo derribó de un golpecito en la cruz. En menos tiempo del que necesitó para batirlo a él, el Buda acabó conmigo y con el tercero de nosotros que se atrevió a medirlo. Tomaba sus triunfos con humildad, ni siquiera nos gastaba. Para cuando terminamos de perder, la tarde se había quitado el velo matutino de la bruma y con la plenitud de un invierno que empezaba a ser frío, el sol calentaba de a ratos entre los jirones de nube. Bajamos por el camino hacia el pueblo para comprar provisiones, y volvimos al camping antes de que oscureciera. Bajo el alero, conversaban el Buda, Aarón y Mike. Había llegado temprano el dueño del camping, y había traído unas piezas largas de madera de pino con las que pensaba bajar el cielo raso de la pieza.
- Buenas – saludamos al grupo, y pasamos de largo porque las bolsas nos pesaban.
Entró uno solo a la carpa para acomodar las cosas y sacar los abrigos y las linternas para la noche.
- Agarrá los pasamontañas – le pidió uno de los que estábamos afuera, cuando sintió el escalofrío en la espalda de una ráfaga de viento. – Están en mi mochila.
Salieron las camperas, los pasamontañas, las linternas y por último mi amigo que se sacudió la ropa.
- Che, me parece que hay hormigas – dijo.
- ¡No me digas que volvieron a entrar! – contesté yo, y relaté el episodio que había vivido a la mañana.
- ¡Sos boludo! ¡Las hormigas siempre vuelven! – me espetó uno de mis amigos, experto en el comportamiento de las hormigas y otros invertebrados domésticos. – Si tuvieran el tamaño de un hombre, las hormigas podrían levantar una locomotora – dijo, para dimensionar la fortaleza del enemigo que enfrentábamos.
- Para mí vienen en peregrinación – opinó otro de mis amigos, y recordó al Dios-Hormiga que se reflejaba en el techo de la carpa.
Nos causó gracia su apreciación y llegamos al alero con una sonrisa. Con comentarios banales como "qué frío que está haciendo" o "¡qué barato está Capilla!", interrumpimos una conversación que retomó el Buda sin perder la calma.
- Cómo te decía – le dijo a Aarón -, el ejemplo más brutal de un hombre ejerciendo el poder sobre otro es la delincuencia, pero pensá en los jefes, cualquier jefe de cualquier lugar. Aunque nadie sale lastimado, es el mismo mecanismo de sumisión al poder. Eso es lo terrible del materialismo que se hace en nombre del progreso. No me fue fácil despojarme de los bienes materiales, pero ahora me siento libre. A eso le llamo Anarquismo Espiritual, porque empieza por el desprendimiento de las cosas materiales y ese "no tener nada" te lleva a un conocimiento superior, a la tolerancia, a la caída del Ego.
El Buda hablaba con entusiasmo medido, se notaba que creía en sus palabras y que no quería imponerlas. Aarón lo miraba, pero no parecía entender el fondo de la cuestión y a veces se perdía. Mike, por su parte, no lo interrumpía ni le prestaba atención. Jugaba con un peón de las piezas negras, al que le pasaba la yema del pulgar por la cabeza redondeada como si se tratara de un encendedor. Como si despertara de un sueño, en un momento acomodó el peón sobre el tablero y detrás todas las piezas de la escuadra negra. El Buda, que estaba sentado enfrente, sin dejar de lado su conversación sobre el Anarquismo Espiritual que ahora nos incluía, hizo lo propio con la blancas.
- Hay que dejar partir a las emociones negativas – nos enseñaba, mientras abría la partida.
Mike jugaba rápido, no deslizaba las piezas sino que las levantaba y las apoyaba como si las quisiera clavar. Apenas el Buda terminaba de hacer su movimiento, Mike ya le había respondido. Tras cuatro o cinco movidas, el dueño del camping frenó su embestida y se detuvo a pensar.
- Jaque mate – le dijo a su oponente, tras tomarle la reina con el movimiento vertical de la suya.
El Buda sonrió, pero cuando quiso tomar revancha con el rey, se dio cuenta que a la reina la cubría un alfil, que su rey no tenía otro movimiento que ese lateral ocupado por la reina y que ninguna pieza de las suyas era capaz de obstculizar la diagonal del alfil.
- Es jaque mate – le repitió Mike, y los espectadores nos amontonamos sobre el tablero para certificar las condiciones de ese jaque mate escandaloso.
El buda tragó saliva y aceptó la humillación con la sonrisa forzada de un concurso de belleza. El rubor en su cara de luna llena, delataba la presencia del demonio de su Ego. Se fue sin derribar al rey.  

1 comentario:

  1. Había que tener cojones para hacer lo del buda, yo incluso hoy después de todo lo vivido ni loco haría eso, pero lo banco, y me pareció siempre que tenía sabias palabras el vago, habrá sido un ser humano? Lo dejo a su criterio..
    Sh

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