El Perverso Encanto de la Burguesía


Le pasaba el cepillo y pensaba que siempre debía estar peinada. Su amor lo reclamaría el hombre destinado a proteger su fragilidad de trapo y besar sus labios de hilo. Sería un hombre delicado pero firme, sensible y valiente que llegaría después de haber luchado en la guerra más cruel, de haber cruzado el desierto más grande y de haber matado al peor de los dragones. Ella debía estar impecable, con sus mechitas de lana rubia peinadas de costado y el vestido a cuadros; o el  trajecito negro; o el pantalón banco y la camisa azul; también la minifalda, a veces, pero le daba vergüenza esa mañana y otra sensación que no podía definir. Le sacó el vestido para cambiarlo por el trajecito que le pareció más adecuado, y ese breve instante de desnudo le provocó una angustia de muerte. Sanctasantórum, si el Paladín llegara en ese momento y descubriera su piel antes de habérsela ganado, ella no podría amarlo nunca. Ocultó con su cuerpo la indefensión de esa piel de tela y la vistió lo más rápido que pudo. Así peinada, vestida y con la mirada de botones atravesando el vidrio, la dejó en la ventana a la espera del príncipe azul. Ella se puso el blazer gris con el escudo del colegio. Era el primer día de clases. La camisa blanca almidonada y cerrada hasta el cuello, la pollera de tablas, las medias de hilo más blancas que la nieve y los zapatos guillermina. Ejercitó frente al espejo una, dos, tres…cien veces, pero el blazer le quedaba grande y la hacía parecer raquítica. Le había llorado todo el verano a su mamá, pero ella no podía gastar dos veces en el mismo año para comprarle un blazer de su talle.  Estaba creciendo rápido, en poco tiempo podría ser la primera en usar corpiño. Crecer era como la desnudez circunstancial de una muñeca, tan inevitable que solo quedaba disimularlo en las solapas de un blazer que lejos de la mirada del espejo y del reflejo de su mamá (o viceversa), agradecía que le quedara grande. En las vacaciones su primo la había mirado cuando ella salía de la pileta, había sido una mirada distinta, provocativa, un segundo en que dejó de ser ella para convertirse en mujer.  
Las calles soleadas, el aroma de los jardines y la señora Tita que la saludaba con una sonrisa triste. Era un fantasma de pelo canoso y solero de algodón que salía a la mañana para hacer las compras, a la tarde miraría las telenovelas y a la noche dormiría. Una rutina que se quebraba por la visita al médico,  o ese mediodía para ver a la nena de enfrente con el uniforme impecable del primer día de clases. Ella le devolvió el saludo sin mirarla y agachó la cabeza avergonzada. Sentía espanto de esa mujer que vivía de recuerdos, como si hubiera decidido morir. Ella tenía todo por delante, era joven como los capullos de jazmín que adornaban el cantero de la casa de Mauro. Tenía que alejarse una cuadra para pasar por la puerta, un chalet de dos pisos donde vivía con su mamá, su papá y su hermana. Lo amaba en secreto desde hacía mucho, pero ahora las sensaciones del cuerpo le reclamaban que el amor empezara a suceder. Pensó en sacarse el blazer, el sol todavía fuerte podía servirle como excusa y tal vez lo encontraría a Mauro pegado a la ventana o saliendo para el colegio. Imaginaba que la miraría como lo había hecho su primo, pero Mauro era más grande y tenía compañeras que usaban pollera corta y corpiño cuando ella todavía jugaba a las muñecas. Se sintió infeliz, ingrávida cuando pasó y lo vio en la puerta vestido de uniforme, con los rulos armados, impaciente, enojado, llamando a los gritos a su hermana para que saliera. Ni siquiera se detuvo a mirarla cuando sus ojos se posaron en ella, como si fuera un poste de luz. La impotencia hizo que acelerara el paso para contener el llanto bien lejos de Mauro. El blazer gris era el vacío de un abismo, el testimonio inmenso de por qué no era visible para él. Se escapó de esa calle por la primera esquina, se sentía abochornada, herida. En el campito a mitad de cuadra jugaban a la pelota los chicos que iban al colegio del estado donde las clases no empezaban porque los maestros estaban de huelga. Era un espectáculo brutal los cuerpos transpirados corriendo atrás de una pelota que rebotó y rodó como un cometa de polvo en dirección a sus medias blancas. Uno de los chicos vio lo que iba a suceder y corrió para evitar que la pelota ensuciara a la niña con el uniforme del colegio. Ella lo miraba inmóvil, un obstáculo que no pensaba desviarse de la ruta que llevaba la pelota. El chico corría al borde del desgarro y en un último esfuerzo se estiró para salvar sus medias de la suciedad y del choque. Era morocho y tenía el pelo como las púas de un puerco espín, la cara redonda, sonriente, llena de orgullo y esperanza. Ella lo miró con desprecio:
- ¡Cuidado, animal! – le gritó con bronca y la intención de humillarlo.           

2 comentarios:

  1. juan carlos moron17 de enero de 2012, 8:18

    muuuy bueno guille

    ResponderEliminar
  2. Muy buen cuento. Hoy entré por primera vez a este blog (buscaba en Google la definición de puto reprimido, y encontré la nota: "La bisexualidad estructural en las clases del Profesor José María Vergatiesa"). Saludos.

    Antonio.

    ResponderEliminar

Buscar este blog